Autor: Cornelius Van Til

El Dr. Van Til, profesor de Apologética en el Seminario Teológico de Westminster, pronunció este discurso ante los graduados de 1959 en la ceremonia de graduación de mayo. Sin embargo, tiene un mensaje de aplicación mucho más amplia.

Traductor: Martín Bobadilla.

Jesús estaba preparando gradualmente a doce hombres para la gloriosa tarea de dar testimonio de Él en el mundo. Planeaba darles su Espíritu, el cual debía guiarles a la verdad. Guiados por ese Espíritu debían decir oficialmente a los hombres, en nombre de Cristo, quién era y qué había venido a hacer en el mundo.

Pronto, después de la resurrección, uno de los doce se presentaría sin temor ante los sacerdotes, el capitán del templo y los saduceos, y diría: «Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hch 4:11-12).

¿De dónde esta audacia? ¿Era ya seguro dar testimonio del nombre de Jesús? Desde luego que no; les esperaban el encarcelamiento y la muerte martirial, que conocían demasiado bien.

¿Cuál era entonces el secreto? Ahora sabían, con un conocimiento de absoluta convicción, que Jesús era el Hijo de Dios. «Mas Pedro y Juan respondieron diciéndoles: Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios» (Hch 4:19).

A la luz de esta convicción, sus tres años de formación con Jesús adquirieron un nuevo significado. Las cosas que habían visto y oído eran ahora para ellos los hechos y las palabras del Hijo de Dios. El mundo debía oír lo que había dicho y hecho. «Porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4:20).

Oración para hablar con valentía

Cuando se les prohibió hablar, derramaron su corazón ante Dios Padre. «Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera» (Hch 4:27-28).

«Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios» (Hch 4:31). Entonces los hombres reconocieron que ellos habían estado con Jesús.

Hablar la Palabra de Dios con denuedo, ésa será también tu tarea. Proclamar el nombre de Jesús como el único nombre bajo el cielo, dado a los hombres, por el que deben salvarse, ésa es también tu tarea.

¿Te abruma la magnitud de esta tarea? ¿Te parece totalmente improbable que, en medio del clamor de una cultura secularizada y de la falsa fe de una iglesia apóstata, se oiga tu voz? Entonces observa cómo los apóstoles también se sintieron abrumados, y escucha lo que les dijo Jesús.

« Dijeron los apóstoles al Señor: Auméntanos la fe» (Lc 17:5). Observa la agonía que se expresa en estas pocas palabras.

Auméntanos la fe

Sólo gradualmente habían empezado a darse cuenta de que debían ser intérpretes oficiales y testigos de todo lo que habían visto y oído. No iban a ser meros receptores pasivos, junto con muchos otros, de un gran futuro para su nación. El reino de los cielos del que habían oído hablar a Jesús no iba a ser un reino sólo de proporciones externas y nacionales. Judas pensó que sería eso y finalmente se suicidó. No vio quién era el rey de este reino hasta que fue demasiado tarde.

Pero a los demás les llegó el amanecer gradual de la luz. Cuando el paralítico traído por cuatro fue curado por Jesús, exclamaron: «Hoy hemos visto cosas extrañas». Le oyeron leer en la sinagoga de Nazaret al profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a lo quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor. Y comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros» (Lc 4:18-19; 21). Se preguntaron qué quería decir Jesús con esto.

Cuando Juan el Bautista envió a Jesús y le preguntó: «¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro?» (Lucas 7:20), ¿se dieron cuenta de lo que Jesús quería decir en su respuesta a Juan? «Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí» (Lc 7:22-23).

Cosas vistas y oídas

Estas cosas extrañas que habían visto y oído las hacía y decía este hombre extraño, diferente, su Maestro. «¡Maestro, Maestro, que perecemos!», gritaron en la tormenta del lago. « Despertando él, reprendió al viento y a las olas; y cesaron, y se hizo bonanza» (Lc 8:24). En aquella ocasión su Maestro les dijo: «¿Dónde está vuestra fe?». Y ellos, asustados, se preguntaban unos a otros: «¿Quién es este, que aun a los vientos y a las aguas manda, y le obedecen?» (Lc 8:24-25).

¡Oh, sí, creyeron! Pero aún dudaban. Las cosas extrañas que veían y oían cobraban ahora un nuevo significado para ellos, pues veían que procedían de aquel que era Señor de la vida y de la muerte, que expulsaba incluso a los demonios del corazón de los hombres.

¿Y qué maravilla es ésta? Jesús «les dio poder y autoridad sobre todos los demonios, y para sanar enfermedades. Y los envió a predicar el reino de Dios, y a sanar a los enfermos» (Lucas 9:1-2). No meros receptores pasivos del favor del Maestro, sino embajadores positivos y autorizados de Él, de su nombre, de su poder para expulsar a Satanás y todas sus obras de los corazones de los hombres; tal debía ser su tarea.

Humildes y perdonadores

Con cuánto cuidado y oración les preparó el Maestro para esta tarea. ¿Se jactarían de su autoridad para expulsar a los demonios del corazón de los hombres, para hollar serpientes y escorpiones, de su poder «sobre toda fuerza del enemigo»? (Lucas 10:19). Entonces el Salvador les dice «Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos» (Lucas 10:20).

¿Tratarían con dureza a los corderitos del rebaño? Entonces Jesús les dice que más les valdría que les colgaran al cuello una piedra de molino y los arrojaran al mar, que ofender a uno de sus pequeños.

¿Se enorgullecerán de su cargo y se volverán implacables con sus hermanos creyentes en Cristo? Entonces Jesús les dice que perdonen a sus hermanos una y otra vez. Todo esto explica la gran urgencia de su oración para que aumente su fe. Los discípulos empiezan a darse cuenta de que la llegada del reino está ligada a su Maestro como Rey. Han visto cómo los escribas y fariseos han intentado reducir a su Maestro al nivel de un fanático al que hay que quitar de en medio. ¿Se atreverán a defenderle a toda costa?

¿Es de extrañar que clamen «Señor, auméntanos la fe»? ¿Cómo podrán dirigir a la multitud, enfrentarse a una iglesia apóstata, desafiar a los demonios y controlar sus propias pasiones impías? Sólo si tienen una gran fe, se imaginan.

La falsedad prevalente

¿Cómo podrán proclamar el único nombre bajo el cielo, dado a los hombres, por el que éstos deben salvarse? Los dirigentes de la iglesia de nuestros días, no menos que los de la época de Jesús, intentarán reducir a tu Cristo a un ejemplo de una clase. Ahí tienen a Buda, a Sócrates, a Mahoma y a Jesús. ¿No ilustran todos ellos, te dirán, el principio, que es una ley, por el que los pioneros de la religión aparecen en la escena de la historia? Sin duda, Jesús debe tener una mención honorífica en la lista de pioneros de la religión que han aparecido, pero el suyo no es el único nombre por el que los hombres deben salvarse, alegan.

¿Y de qué salvan estos pioneros de la religión al común de los hombres? No del pecado. No existe el pecado; sólo existe la libido. No hay ira de Dios venidera; sólo hay un sentimiento de culpa, un residuo de la ascendencia animal del hombre. No existe un Dios que gobierne sobre todo; sólo existe la idea de un «Dios» desarrollada en el curso de la evolución humana. Por tanto, Jesucristo no es el Hijo de Dios; no expulsó demonios. No perdonó pecados. Y si hizo algo por algún hombre, lo hizo por todos los hombres desde toda la eternidad, para que ninguno de ellos se perdiera ni pudiera perderse jamás. El «Cristo» moderno no tiene pequeñitos a los que no se deba ofender. Y perdonarse unos a otros sólo significa reconocer que, en primer lugar, ¡nadie ha hecho nunca nada malo! Así enseñan muchos hoy en día.

Seguramente tú, que has pasado tres años con Jesús aquí, en esta escuela, no sólo para ver y oír las grandes cosas que hizo y dijo, sino para prepararte para la tarea de proclamar su nombre a los hombres, ¿no gritarás hoy en la agonía del alma: «Señor, auméntanos la fe?».

Escucha, pues, la respuesta omnímoda del Salvador. «Entonces el Señor dijo: Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: Desarráigate, y plántate en el mar; y os obedecería». El Señor no pone en duda la autenticidad de la fe de sus discípulos. Les asegura que la fe que les ha dado es suficiente para su tarea aparentemente imposible.

El Salvador sabe que para ellos la tarea es imposible. Es tan imposible espiritualmente como lo sería físicamente el trasplante de un árbol grande y profundamente arraigado. ¿No crees que tu tarea es imposible? ¿Serías capaz de levantar alguna de las grandes rocas que ni siquiera una grúa de veinticinco toneladas puede levantar? Sin embargo, no te desanimes. No corras por un gran mazo para aplastar con gran violencia esas rocas. Podrías pasarte toda la vida y quedar tú mismo exhausto antes de haber hecho algo más que romper unos cuantos pedacitos.

Embajadores de Cristo

Es la fe en tu Cristo la que hará con suma facilidad lo que para ti es totalmente imposible. Es decir, la fe en el Cristo de los apóstoles. No la fe en el Cristo moderno. El Cristo moderno es tan impotente como lo eres tú. Pero el Cristo de los apóstoles es el Creador de todo y Señor de todo. Ha vencido a Satanás. Ha redimido a su pueblo de la ira venidera. Él hará que todas las cosas cooperen para el bien de los que le aman, que son los llamados según su propósito.

La fe en este Cristo te capacita para ser perdonar siempre. La fe en Él te hará siempre solícito por sus pequeñitos. La fe en Él te capacitará para enfrentarte sin miedo a los que han usurpado el gobierno de la iglesia y, sin embargo, quieren deponer a la cabeza de la iglesia. La fe, como un grano de mostaza, te permitirá desafiar a las huestes del infierno.

Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios. El que no conoció pecado se hizo pecado por nosotros para que fuésemos hechos justicia de Dios en Él. Después de su resurrección, los apóstoles no pudieron dejar de contar las cosas que habían visto y oído. Su intrepidez al hacerlo asombró a los dirigentes religiosos de la época. Su audacia al proclamar el nombre de Cristo, edificó a los pequeñitos por los que Cristo murió. Su audacia les dio una verdadera humildad y un espíritu perdonador.

Que puedas emprender tu tarea en tu día con esa fe en Cristo, el Cristo que todo lo vence, el Cristo todo victorioso, para asombro de la incredulidad, para el establecimiento de su iglesia y para alabanza del Padre.

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