AutorReuben Bredenhof.

Traductor: Valentín Alpuche.

Probablemente todos los pastores recuerdan con estremecimiento su primer intento de predicar un sermón. Mi primer sermón fue en el seminario en 2001 cuando nuestro profesor de homilética me asignó Romanos 2:12-16.

Es un pasaje desafiante acerca de cómo aquellos “que sin ley han pecado, sin ley también perecerán” y todos los que “bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados”.

Pablo continúa diciendo que, aunque los gentiles no tienen la ley, a veces por naturaleza hacen cosas que son de la ley. De esta manera muestran “la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos”.

Es un texto muy complicado. Trabajé durísimo para entender esta porción de Romanos, y no se diga para explicarla coherentemente o aplicarla de manera atractiva, especialmente predicar a Cristo a partir de un texto que apenas lo menciona.

Estoy seguro de que me fue muy mal en todos los aspectos. Fue hace mucho tiempo, pero recuerdo claramente los comentarios de un compañero de clase después de que prediqué mi primer intento de sermón: “Creo que trataste de apegarte al texto, pero no veo cómo el sermón se conecta en absoluto con el plomero en la banca de la iglesia…” Fue una muy buena observación, ya que mi primer intento de sermón fue más bien un ensayo exegético árido que una proclamación vívida de la Palabra de Dios.

Lo que experimenté ese día fue una introducción inicial a la verdad de que, para todo ministro, la predicación es una tarea que es simultáneamente desconcertante y enriquecedora, tanto un gran esfuerzo como un gran gozo.

Desde mi primera (muy mala) experiencia de predicación, Dios me ha permitido continuar proclamando su Palabra. Hasta ahora han sido al menos 1500 sermones en los últimos veinte años. Por su gracia he aprendido mucho sobre la predicación, y he tenido la bendición de crecer a través de años de práctica en el púlpito, y me gusta pensar que todavía estoy creciendo.

Un pasaje sobre el que he reflexionado a menudo es 1 Timoteo 4:6-16. Primera de Timoteo está lleno de instrucción y aliento para aquellos que son llamados a ministrar entre el pueblo de Dios.

Algo que Pablo dice allí me llama mucho la atención. Después de exhortar a Timoteo a dedicarse a la lectura pública de las Escrituras y a no descuidar su don, Pablo lo anima en el versículo 15: “Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos”.

Esas palabras sobre el progreso o aprovechamiento realmente resuenan. Durante mi ministerio, ha habido momentos en los que, por mi orgullo, pensaba que ya no necesitaba progresar mucho. Imaginaba que ya había alcanzado el pináculo de la excelencia. De hecho, me molestaba cuando la gente se atrevía a decirme: “He notado mucho progreso en tu predicación últimamente”.

Me irritaba eso porque pensaba que básicamente lo había resuelto todo y que estaba por encima de la necesidad de crecer en mi tarea de predicar. Pero Dios usó este texto para corregirme.

Pablo le dice a Timoteo que sea diligente en su predicación para que la gente vea su progreso o aprovechamiento. Timoteo era un joven que parece haber luchado con un sentimiento de inferioridad, y tenía mucho que aprender. Por eso su padre espiritual lo exhorta amablemente, y para hacer su trabajo fiel y fructíferamente, tendrá que seguir aprendiendo.

No flojees, no te des palmaditas en la espalda, no vivas de los elogios que recibiste el domingo pasado, sino ocúpate en esta santa obra y continúa buscando la excelencia para la gloria de Cristo.

Es un texto apropiado para que cada predicador (y cada estudiante de homilética) reflexione sobre él a medida que aprendemos y refinamos el arte de la predicación. Queremos progresar, y queremos que nuestro progreso sea evidente para aquellos a quienes servimos.
Cada predicador es dotado por Dios de diferentes maneras, ya sea intelectual, social o espiritualmente. Cada uno de nosotros también trae sus propias debilidades al púlpito, pero a través de una atención diligente a esta obra sagrada —pronunciando sermones semana tras semana, recibiendo humildemente críticas y escuchando sabios consejos, agudizando nuestras habilidades en la exégesis y la comunicación— nuestro objetivo es crecer y aprender a medida que administramos fielmente nuestros dones.

No todos seremos John Piper o Alistair Begg. El progreso adquiere diversas formas para diferentes personas, pero la Palabra de Dios nos obliga a apuntar a ese crecimiento de acuerdo con la medida de nuestra capacidad, a orar al Señor por ese crecimiento y a ayudarnos unos a otros a crecer.
Que esta sea la santa ambición de todo predicador: “ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos”.

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Originalmente publicado en este enlace.