Autor: Herman Bavinck

Traductor: Martín Bobadilla

Capítulo 19: El don del Espíritu Santo

La primera obra que Cristo hace después de su exaltación a la diestra del Padre es enviar al Espíritu Santo. En su exaltación, Él mismo aceptó del Padre el Espíritu Santo prometido en el Antiguo Testamento y, por lo tanto, puede ahora, como prometió a sus discípulos que haría, compartirlo con sus discípulos (Hechos 2:33). El Espíritu que da procede del Padre, le es dado por el Padre, y acto seguido, es dado a la iglesia (Lucas 24:49 y Juan 14:26).

El envío del Espíritu Santo que tuvo lugar en el día de Pentecostés es un evento único en la historia de la iglesia de Cristo. Al igual que la creación y la encarnación, sucedió sólo una vez. No fue precedido por ningún otorgamiento del Espíritu igual a este evento en importancia, y ninguno le ha seguido. Así como Cristo en su concepción asumió la naturaleza humana, para jamás separarse de ella, también el Espíritu Santo en el día de Pentecostés escogió a la iglesia como su lugar y templo de habitación, para jamás separarse de ella otra vez. La Escritura claramente indica el significado único de este evento en Pentecostés al hablar de él como de un derramamiento o una efusión del Espíritu Santo.

Esto no quiere decir, por supuesto, que no se mencionen varios tipos de actividad y otorgamiento del Espíritu Santo antes del día de Pentecostés. Hemos observado previamente que el Espíritu, junto con el Padre y el Hijo, es el creador de todas las cosas, y que en la esfera de la redención Él es el Ejecutor de toda vida y salvación, de todo talento y habilidad. Pero existe una diferencia entre la actividad y el otorgamiento del Espíritu Santo en los días del Antiguo Testamento y en los del Nuevo. La diferencia es considerable y esencial. Esto es evidente, en primer lugar, por el hecho de que la antigua dispensación siempre esperaba con ansias la aparición del Siervo del Señor sobre quien el Espíritu del Señor iba a reposar en toda su plenitud como Espíritu de sabiduría y entendimiento, Espíritu de consejo y poder, Espíritu de conocimiento y de temor del Señor (Isaías 11:2). Y, en segundo lugar, el Antiguo Testamento mismo predice que incluso aunque ya había entonces cierto otorgamiento y actividad del Espíritu Santo, ese Espíritu no sería derramado sobre toda carne, sobre hijos e hijas, viejos y jóvenes, siervos y siervas, hasta los últimos días (Isaías 44:3; Ezequiel 39:29 y Joel 2:28ss.).

Ambas promesas fueron cumplidas en el Nuevo Testamento. Jesús es el Cristo, el Ungido de Dios, de una manera preeminente. No sólo fue concebido por el Espíritu Santo en el vientre de María, y no sólo fue ungido sin medida en su bautismo por ese Espíritu, sino que también vivió continuamente y obró a través de ese Espíritu. Por ese Espíritu fue llevado al desierto (Lucas 4:1), y por Él regreso a Galilea (Lucas 4:14), predicó el evangelio, sanó a los enfermos, expulsó los demonios (Mateo 12:28; Lucas 4:18 y 19), se entregó a la muerte (Hebreos 9:14), fue resucitado, y como el Hijo de Dios fue revelado con poder (Romanos 1:4). En los cuarenta días que pasaron entre su resurrección y su ascensión, dio a sus discípulos mandamientos por medio del Espíritu Santo (Hechos 1:2; comparar Juan 20:21-22). Y en su ascensión por la cual sujetó a todos los enemigos y sometió a todos los ángeles, principados y potestades a sí mismo (Efesios 4:8 y 1 Pedro 3:22), recibió completamente el Espíritu Santo y todos sus poderes. Ascendió a lo alto, llevó cautiva la cautividad, dio dones a los hombres, y fue exaltado sobre todos los cielos, para llenarlo todo (Efesios 4:8-10).

Esta posesión del Espíritu Santo por Cristo es una apropiación tan absoluta que el apóstol Pablo puede decir de ello en 2Corintios 3:17 que el Señor (esto es, Cristo como Señor exaltado) es el Espíritu. Naturalmente Pablo no quiere eliminar en esa declaración la distinción entre los dos, porque en el versículo siguiente habla inmediatamente de nuevo del Espíritu del Señor (o, como dice otra traducción, del Señor del Espíritu). Pero el Espíritu Santo se ha vuelto completamente la propiedad de Cristo, y fue, por decirlo así, absorbido en Cristo o asimilado por Él. Por su resurrección y ascensión Cristo se ha convertido en el Espíritu vivificante (1Corintios 15:45). Ahora está en posesión de los siete Espíritus (esto es, el Espíritu en su plenitud), así como está en posesión de las siete estrellas (Apocalipsis 3:1). El Espíritu de Dios el Padre ha llegado a ser el Espíritu del Hijo, el Espíritu de Cristo, el Espíritu que, no sólo en el ser divino, sino en armonía con Él, también en la dispensación de la salvación, procede del Padre y del Hijo, y es enviado por el Hijo tanto como por el Padre (Juan 14:26; 15:26 y 16:7).

Sobre la base de su perfecta obediencia, Cristo obtuvo el completo y libre mando sobre el Espíritu Santo y sobre todos los dones y poderes de ese Espíritu. Ahora lo comparte con quien quiere y en la medida en que quiere, no en conflicto, naturalmente, sino en acuerdo tanto con la voluntad del Padre como del Espíritu, porque el Hijo envía el Espíritu del Padre (Juan 15:26). Y el Padre envía el Espíritu en el nombre del Hijo (Juan 14:26). Y el Espíritu no habla de sí mismo, sino que hablará lo que oyere: así como Cristo mismo sobre la tierra siempre glorificó al Padre, de la misma manera el Espíritu a su vez glorificará a Cristo, recibirá todo de Cristo, y lo hará saber a los discípulos de Cristo (Juan 16:13-14). El Espíritu Santo, por consiguiente, libremente se pone al servicio de Cristo. Y en el Espíritu y a través del Espíritu, Cristo se da a sí mismo y sus beneficios a la iglesia.

No es por fuerza o violencia, por lo tanto, que Cristo gobierna en el reino que le dio el Padre. No hizo esto en su humillación, y no lo hace en su exaltación. Su completa actividad profética, sacerdotal y real la sigue llevando a cabo en una forma espiritual desde su lugar en el cielo. Lucha sólo con armas espirituales. Él es un rey de gracia y un rey de poder, pero en ambos tipos guía su ejército por medio del Espíritu Santo, que, a su vez, hace uso de la Palabra como medio de gracia. Mediante ese Espíritu instruye, consuela, y guía a su iglesia, y habita en ella. Y por el mismo Espíritu convence al mundo de pecado, justicia y juicio (Juan 16:8-11). La victoria eventual que Cristo ganará sobre todos sus enemigos será un triunfo del Espíritu Santo.

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Después de que Cristo fue exaltado a la diestra de Dios, la segunda promesa del Antiguo Testamento se puede realizar. Esta es la promesa de un derramamiento del Espíritu Santo sobre toda carne. Cristo debe primero haberse ganado y apropiado completamente ese Espíritu para sí mismo antes de que lo pueda dar a su iglesia. Antes de ese tiempo, esto es, antes de la ascensión, el Espíritu Santo todavía no estaba presente, porque Cristo no había sido todavía glorificado (Juan 7:39). Naturalmente, esto no quiere decir que antes de la glorificación de Cristo el Espíritu Santo no existía, porque no sólo se hace referencia al Espíritu Santo una y otra vez en el Antiguo Testamento, sino que también los evangelios registran que Juan el Bautista fue lleno del Espíritu Santo (Lucas 1:15), que Simeón fue llevado al templo por el Espíritu Santo (Lucas 2:26-27), que Jesús fue concebido y ungido por Él, etc. Además, el significado no puede ser que los discípulos no conocieran antes del día de Pentecostés que existía el Espíritu Santo. Porque el Antiguo Testamento y Jesús mismo les habían enseñado lo contrario. Incluso los discípulos de Juan que le dijeron a Pablo en Éfeso que no habían recibido el Espíritu Santo y que no habían escuchado si había Espíritu Santo (Hechos 19:2), no pudieron haber querido indicar que ignoraban si existía o no el Espíritu Santo. Lo que querían decir es que no notaron ninguna operación inusual del Espíritu Santo, esto es, del evento de Pentecostés. Porque sabían que Juan fue un profeta enviado por Dios y capacitado por el Espíritu. Pero habían permanecido discípulos de Juan, no se habían unido a Jesús y su grupo, y así vivían fuera del grupo de la iglesia que en el día de Pentecostés recibió el Espíritu Santo. En ese día hubo un derramamiento del Espíritu Santo como nunca lo había habido.

El Antiguo Testamento ya había antes expresado esta promesa, y Jesús también la aceptó y regresaba a ella repetidamente en su enseñanza. Juan el Bautista ya había dicho del Mesías que había de venir después de él, que no bautizaría con agua como él lo hacía, sino con el Espíritu Santo y fuego, es decir, con el fuego purificador y consumidor del Espíritu Santo (Mateo 3:11 y Juan 3:11). Y en armonía con esta declaración, Jesús prometió a sus discípulos que después de su exaltación les enviaría el Espíritu Santo que estaba con el Padre, el cual los guiaría a toda verdad. Al decir esto, hizo una clara diferencia entre dos tipos de actividad del Espíritu Santo. Por una parte el Espíritu Santo, habiendo sido derramado en los corazones de los discípulos, los consuela, los guía a toda verdad, y permanece con ellos eternamente (Juan 14:16; 15:26 y 16:7). Pero este Espíritu de consuelo y guía sólo se da a los discípulos de Jesús. El mundo no puede recibir este Espíritu, porque no le ve ni lo conoce (Juan 14:17). Al contrario, en el mundo el Espíritu Santo lleva a cabo una actividad muy distinta: al vivir en la Iglesia y, por lo tanto, al ejercer su influencia sobre el mundo, el Espíritu lo convence de pecado, justicia y juicio, y lo condena por los tres cargos (Juan 16:8-11).

Jesús cumple su promesa a los discípulos en el sentido más estrecho, es decir, a los apóstoles, incluso antes de su ascensión. Cuando en la tarde del día de la resurrección apareció a sus discípulos por primera vez de nuevo, los introdujo de una manera digna en su misión apostólica, sopló, y les dijo: «recibid el Espíritu Santo, a quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos» (Juan 20:22-23). Para el oficio apostólico que deben ejercer en el presente, requieren el don particular y la fuerza del Espíritu. Y Cristo mismo les da esto antes de su ascensión. Es distinto de lo que en el día de Pentecostés les dará a los discípulos en compañerismo con todos los creyentes.

El derramamiento propiamente dicho tuvo lugar cuarenta días después. Los judíos entonces estaban celebrando su fiesta de Pentecostés en celebración de la cosecha y de la entrega de la ley en Sinaí. Los discípulos estaban en Jerusalén esperando el cumplimiento de la promesa de Jesús, y estaban constantemente en el templo, alabando y bendiciendo a Dios (Lucas 24:49, 53). Pero ahora no estaban solos. Continuaban unánimes en oración y ruegos, con las mujeres, y María la madre de Jesús, y con sus hermanos, y con muchos otros, y el número de los ahí reunidos era como de ciento veinte (Hechos 1:14, 15 y 2:1). Y estando todos juntos vino de repente un estruendo inesperado del cielo, parecido a un viento recio, y llenó no solo el lugar donde los discípulos estaban reunidos sino también toda la casa. Al mismo tiempo aparecieron lenguas parecidas a pequeñas llamas de fuego, que se repartieron asentándose sobre cada uno de los allí reunidos, y permanecieron sobre ellos. Acompañado de estas señales, que significaban la actividad purificadora del Espíritu Santo, tuvo lugar el derramamiento. Todos fueron llenos del Espíritu Santo (Hechos 2:4).

La misma expresión también ocurre antes (Éxodo 31:3; Miqueas 3:8 y Lucas 1:41). Pero la diferencia yace en la superficie. Hasta ahora, el Espíritu Santo había venido sobre pocas personas independientes, y sólo temporalmente para un propósito específico. Ahora descendió sobre toda la iglesia y sobre todos sus miembros, y permanece habitando y operando ahí permanentemente. Así como el Hijo de Dios apareció más de una vez en los días del Antiguo Testamento, pero sólo escogió la naturaleza humana como una habitación permanente en la concepción en el vientre de María, así también antes había todo tipo de actividades y dones del Espíritu Santo, pero sólo en el día de Pentecostés hizo de la iglesia su templo que constantemente santifica, edifica, y a la cual jamás abandonará. La permanencia del Espíritu Santo le da a la iglesia de Cristo una existencia independiente. Esa iglesia no está más contenida en la nación de Israel ni en los límites de Palestina, sino que ahora vive independientemente a través del Espíritu que habita en ella, y se extiende sobre toda la tierra. Desde el templo en Sion, Dios procede a habitar en el cuerpo de la iglesia de Cristo, y así en ese día nace esta iglesia como iglesia misionera e iglesia mundial. La ascensión de Cristo tiene su consecuencia necesaria y la prueba de su realidad en el descenso del Espíritu Santo. Así como este Espíritu santificó primero a Cristo a través del sufrimiento, perfeccionándolo, y llevándolo al pináculo más alto, así ahora está comprometido de la misma manera para formar el cuerpo de Cristo hasta que alcance su completa madurez y constituya la plenitud, el pléroma, de aquel que todo lo llena en todo.

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Este derramamiento del Espíritu Santo estuvo acompañado en el período primitivo de todo tipo de poderes y operaciones extraordinarias para beneficio de los discípulos de Cristo. Tan pronto como en el día de Pentecostés fueron llenos del Espíritu Santo, comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen (Hechos 2:4). De acuerdo con la descripción de Lucas, debemos considerar esta maravilla como un milagro del habla o lenguaje y no como un milagro del oído. Lucas fue amigo y colaborador de Pablo, y conocía muy bien el fenómeno de hablar en lenguas mientras ocurría, por ejemplo, en Corinto. Habla de ello en Hechos 10:46-47 y 19:6. Sin duda el fenómeno de Pentecostés estuvo relacionado con hablar en lenguas. De lo contrario, Pedro no podía haber dicho que Cornelio y los que estaban con él habían recibido el Espíritu Santo, de la misma manera que lo habían recibido Pedro y los otros apóstoles (Hechos 10:47, comparar 11:17 y 15:8). Sin embargo, había una diferencia. Porque, en 1Corintios 14 como en Hechos 10:46 y 19:6, el hablar en lenguas no está modificado por el adjetivo extraño. Pero Hechos 2:4 expresamente menciona la palabra otras lenguas. Cuando los miembros de la iglesia de Corinto hablan en lenguas, no se les entiende a menos que haya una interpretación (1Corintios 14:2ss.). Pero en Jerusalén los discípulos ya estaban hablando en otras lenguas antes de que la multitud se acercara y los escuchara. Por lo tanto, un milagro de audición esta fuera de discusión (Hechos 2:4). Y cuando la multitud lo escuchó, entendieron lo que se decía, porque todos escucharon a los discípulos en su propio idioma en que fueron criados (Hechos 2:6,8). Los otros idiomas de los que habla el versículo 4 son, sin duda, los idiomas que el versículo 6 llama los idiomas de los oyentes, y que en el versículo 8 se designan aún más específicamente como aquellos en que nacieron los oyentes. Por lo tanto, no eran sonidos incomprensibles lo que hablaron los discípulos, sino otras lenguas, nuevas lenguas, como Marcos dice en el capítulo 16:17 de su carta, como no se esperaba de galileos sin educación (Hechos 2:7). En todos esos idiomas proclaman las maravillosas obras de Dios, y particularmente aquellas que en el tiempo más reciente Dios había hecho en la resurrección y exaltación de Cristo (Hechos 2:4 y 14 ss.).

No debemos tomar el relato de Lucas como si quisiera decir que los discípulos de Jesús en el momento sabían y podían hablar todos los posibles idiomas de la tierra. Ni el relato quiere decir que todos los discípulos hablaron todas las otras lenguas. El propósito de este milagro de los idiomas no era incluso que los discípulos debían predicar el evangelio a los extranjeros en sus propias lenguas porque de otra manera no podrían entenderlo. Porque los quince nombres listados en los versículos 9-11 no representan muchos idiomas diferentes. Son las denominaciones de los países de los que los extranjeros habían venido a Jerusalén en ocasión de Pentecostés. Y todos los extranjeros nombrados ahí entendían arameo o griego, así que en este aspecto no se necesitaba ninguna capacitación de los apóstoles para hablar nuevos idiomas. Más adelante en el Nuevo Testamento, tampoco volvemos a encontrar ninguna mención de este don de lenguas extrañas. Pablo, el apóstol a los gentiles, que habría de recibir ciertamente el don más que otros, jamás habla de él. Se las podía ingeniar muy bien con el arameo y el griego en el mundo de su tiempo.

El hablar en lenguas extrañas en el día de Pentecostés fue, por lo tanto, un evento único. Estaba relacionado, es cierto, con el hablar en lenguas generalmente conocidas y referidas en otros lugares, pero era un habla de un tipo particular y de una forma superior. Pablo clasificó ese tipo general y común en menos importancia que la profecía. Pero lo que tuvo lugar en Jerusalén fue una combinación de hablar en lenguas y profecía. La operación del Espíritu Santo, entonces, primero se derramó en su plenitud, fue tan poderoso que dominó la consciencia completa y se expresó en el hablar de sonidos articulados que fueron reconocidos por los oyentes como sus propios idiomas. El propósito de este milagro no fue, por lo tanto, equipar a los discípulos con el conocimiento de idiomas extraños, sino más bien, de una manera inusual, dejar una poderosa impresión del gran suceso que ahora había tenido lugar. ¿Y cómo podía hacerse esto mejor que haciendo que la pequeña y nueva iglesia mundial recientemente establecida proclamara en muchas lenguas las obras poderosas de Dios? En la creación, las estrellas matutinas cantaron juntas y todos los hijos de Dios se regocijaron. En el nacimiento de Cristo, las huestes celestiales celebraron la buena voluntad de Dios. En el nacimiento de la iglesia, esa iglesia cantó las obras maravillosas de Dios en miles de tonos.

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Aunque el hablar en lenguas tiene un lugar importante entre las señales de Pentecostés, debemos recordar que el derramamiento del Espíritu en ese primer período se hizo manifiesto con muchos poderes y operaciones inusuales. El don del Espíritu era dado generalmente después de que alguien había venido a la fe, en ocasiones en el bautismo (Hechos 2:28), o en la imposición de manos antes del bautismo (Hechos 9:17), o en la imposición de manos después del bautismo (Hechos 8:17 y 19:6). Pero usualmente consistía en otorgar un poder particular. Así leemos que por el Espíritu los discípulos recibieron valor para hablar la Palabra (Hechos 4:8 y 31), una particular fortaleza de fe (Hechos 6:5 y 11:24), consuelo y gozo (Hechos 9:31 y 13:52), sabiduría (Hechos 6:30 y 10), hablar en lenguas (Hechos 10:46; 15:8 y 19:6), profecía (Hechos 11:28; 20:23 y 21:11), manifestaciones y revelaciones (Hechos 7:55; 8:39; 10:19; 13:2; 15:28, 16:6 y 20:22), sanidades milagrosas (Hechos 3:6; 5:5, 12, 15, 16; 8:7, 13 y otros lados), y similares. Al igual que las obras que realizó Jesús, estos poderes inusuales que se manifestaron en la iglesia causaron gran temor y perturbación. Por un lado, provocaron oposición, llevando el corazón de los enemigos al odio y la persecución, pero, por otro lado, también prepararon el suelo para la recepción de la semilla del evangelio. Fueron necesarios en ese primer período para facilitar la entrada de la confesión cristiana en el mundo.

Estas operaciones inusuales del Espíritu continuaron a través de todo el período apostólico. Sabemos esto especialmente por el testimonio del apóstol Pablo. Él mismo fue, en su propia persona, abundantemente dotado con estos dones especiales del Espíritu. En una manera inusual, es decir, por una revelación de Jesucristo mismo, fue llevado al arrepentimiento en el camino a Damasco, y llamado a ser un apóstol (Hechos 9:3 ss.), y después también le vinieron revelaciones periódicamente (Hechos 16:6, 7, 9; 2Corintios 12:1-7 y Gálatas 2:2). Él sabía que tenía el don del conocimiento, de profecía, de doctrina y de hablar en lenguas (1 Corintios 14:6 y 18). Realizó señales, maravillas y obras que son evidencias de su apostolado (2Corintios 12:12). Predica con demostración del Espíritu y de poder (1Corintios 2:4). Cristo mismo obró por medio él para hacer obedientes a los gentiles, en palabra y obra, a través de señales poderosas y maravillas, por el poder del Espíritu de Dios (Romanos 15:18-19).

Pero, aunque Pablo es plenamente consciente de su oficio apostólico y su dignidad y siempre lo mantiene como absolutamente posible, sabía que los dones del Espíritu no sólo le fueron dados a él sino también a todos los creyentes. En 1Corintios 12:8-10 (comparar Romanos 6:8) Pablo cita cierto número de estos dones, y dice sobre ellos que están distribuidos por el Espíritu en diferentes proporciones y a cada uno de acuerdo con la voluntad del mismo Espíritu. El apóstol valora mucho todos estos dones. No se deben a los creyentes mismos porque estos no tienen nada que no hayan recibido y, por lo tanto, no tienen ninguna base para exaltarse y despreciar a otros (1Corintios 4:6-7). Sino que todos estos dones y poderes se obtienen por uno y el mismo Espíritu. Son un cumplimiento de la profecía hecha en el Antiguo Testamento (Gálatas 3:14) y deben ser considerados como las primicias que anuncian una gran cosecha y como garantía de nuestra herencia futura y celestial (Romanos 8:23; 2Corintios 1:22; Efesios 1:14 y 4:30).

Sin embargo, Pablo da una valoración de todos estos dones inusuales que difieren significativamente de la de muchos miembros de la iglesia. Había personas en Corinto que se exaltaban a sí mismos sobre la base de los dones que se les dio por revelación del Espíritu, y que miraban con desprecio a aquellos que habían recibido menos dones o ningún don. Estas personas no aplicaban sus dones para el beneficio de los otros, sino que hacían alarde de ellos. Y agregaban una importancia particular al misterioso e incomprensible hablar en lenguas. Pero Pablo señala su error (1Corintios 12-14). En primer lugar, señala a la norma por la cual deben ser medidos todos estos dones. La norma es la confesión de Jesús como Señor. Quienquiera que hable a través del Espíritu de Dios no puede maldecir a Jesús. Sólo aquellos que confiesan a Jesús como Señor demuestran que hablan a través del Espíritu Santo. La marca del Espíritu y de todos sus dones y operaciones es su vinculación a la confesión de Jesús como Señor (1Corintios 12:3).

Después, Pablo señala que los dones del Espíritu, aunque todos responden a una norma, sin embargo, se diferencian grandemente, y que son dados a cada uno no según su mérito o valor, sino según la soberana voluntad del Espíritu (1Corintios 12:4-11). No deben ser la ocasión o base para la autoexaltación y el desprecio o menosprecio de los otros. Más bien, todos ellos deben ser aplicados de corazón y de buena gana para el beneficio del prójimo, porque todos los creyentes son miembros de un cuerpo y necesitan uno de otro (1Corintios 12:12-30). Pero si los dones son utilizados para dicho fin, si son dedicados para ello, lo cual es beneficioso (1 Corintios 12:7); es decir, beneficioso para los demás, para la edificación de la iglesia, como se le llama (1Corintios 14:12), entonces las gradaciones se vuelven evidentes entre los dones mismos, porque uno es más beneficioso para la edificación de la iglesia que otro, y así uno puede hablar de buenos dones, mejores dones, y dones excelentes. Por lo tanto, el apóstol advierte a los creyentes en 1Corintios 12:31 que sin duda pueden desear los mejores dones.

En esa aspiración enérgica para desear los mejores dones, el amor es la forma más preeminente. Sin él, los más grandes dones no tienen valor (1Corintios 13:1-3). El amor trasciende con mucho a todos los otros en virtud (1Corintios 13:4-7). El amor trasciende todos los dones en duración, porque todos los dones en alguna ocasión cesaran, pero el amor es eterno. Entre las tres virtudes —la fe, la esperanza y el amor— el amor es de nuevo el de más alto valor (1Corintios 13:8-13). Por lo tanto, incluso debe ser buscado por sobre todas las cosas, aunque desear los dones espirituales es en sí mismo encomiable (1Corintios 14:1). Pero en esta búsqueda, la atención debe dirigirse a los dones que sirvan para edificar a la iglesia y así ejercitar el amor. Visto desde este punto de vista, la profecía tiene una posición más alta que hablar en lenguas. Porque a los que hablan en lenguas no se les entiende, hablan misterios que son incomprensibles para los oyentes, hablan al aire, dejan fuera de lugar a la mente y el juicio, no traen a los incrédulos a la fe, sino que dan la impresión de que están mentalmente enfermos. Si hay miembros de la iglesia que posean este poder, deben hacer uso de él con prudencia, y es preferible acompañarlo con una interpretación; si no se puede dar una interpretación, ¡que guarden silencio en la iglesia! Por el contrario, aquellos que profetizan, aquellos que mediante la revelación del Espíritu proclaman la Palabra de Dios, hablan para edificación, amonestan y consuelan a los hombres. Ellos edifican a la iglesia, y ganan al incrédulo para Cristo. Por lo tanto, independientemente de qué don pueda haber recibido una persona, tiene su norma de autenticidad en la confesión de Jesús como Señor y su propósito en la edificación de la iglesia. Dios no es un Dios de confusión sino de paz.

Este hermoso tratamiento de los dones espirituales produjo su fruto no solo para la iglesia de Corinto, sino que mantiene su significado para la iglesia de todas las edades. Porque siempre y de nuevo hay personas y partidos que agregan más importancia a las manifestaciones inusuales, a las revelaciones y milagros que, a la operación del Espíritu en la regeneración, conversión y la renovación de la vida. Lo anormal e inusual siempre atrae la atención, y lo normal y usual pasa desapercibido. La gente acepta revelaciones, apariciones, traslados del alma y extravagancias teatrales pero tienen los ojos cerrados a la madurez gradual constante del reino de Dios. Pablo tenía una mentalidad diferente. Por mucho que estima los extraordinarios dones del espíritu, amonestó a los hermanos de Corinto: «No seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la malicia, pero maduros en el modo de pensar» (1Corintios 14:20).

De este modo, el apóstol cambia el centro de gravedad desde las revelaciones temporales y transitorias del Espíritu a la religión regular y la obra moral que el mismo Espíritu continuamente lleva a cabo en la iglesia. Tal idea de la obra del Espíritu estaba preparada ya en los días del Antiguo Testamento. Luego también, todo tipo de dones extraordinarios y poderes fueron adscritos al Espíritu Santo; pero, a medida que los profetas y los salmistas fueron iluminados más profundamente con respecto a la apostasía del pueblo de Israel y a la sutileza y maldad del corazón humano, declararon más clara y enérgicamente que sólo una renovación por el Espíritu Santo podía hacer al pueblo de Israel un pueblo de Dios en un sentido real. El etíope no puede cambiar su piel ni el leopardo sus manchas. Así también no pueden hacer el bien acostumbrados a hacer el mal (Jeremías 13:23). Dios mediante su Espíritu debe cambiar los corazones de la gente si es que han de andar en sus caminos y guardar sus ordenanzas y estatutos. Sólo el Espíritu del Señor realiza una vida verdadera, espiritual y moral (Salmos 51:12-13; Isaías 32:15 y Ezequiel 36:27).

La predicación de Jesús en el evangelio según Juan confirma todo esto. En su conversación con Nicodemo, Jesús explica que no hay acceso al reino de Dios ni participación en él, excepto a través de la regeneración, y que este nacer de nuevo sólo tiene lugar a través del Espíritu Santo (Juan 3:3-5). Y en sus discursos de despedida (Juan 14-16) desarrolla a detalle la idea de que el Espíritu que enviará del Padre después de su glorificación, morará entre los discípulos. Por lo tanto, es provechoso para ellos que Jesús se vaya. De otra manera el Consolador no podría venir a ellos. Pero cuando Él mismo vaya al Padre, puede y enviará al Espíritu. Porque la partida de Cristo al Padre será la evidencia de que ha completado perfectamente la obra en la tierra que tenía que hacer. En el cielo puede y debe entonces tomar su asiento a la diestra del Padre, puede fungir como sumo sacerdote e intercesor para la iglesia en la tierra, y puede desear y pedir todo del Padre para lo que la iglesia necesita. En otras palabras, puede entonces orar al Padre por el Espíritu Santo en toda su plenitud y enviar el Espíritu a sus discípulos. Y este Espíritu entonces habitará entre ellos. En el futuro, el Espíritu será su Consolador, su guía, su intercesor y su defensor.

En esto los discípulos no sufrirán ninguna pérdida. Porque cuando Jesús caminó sobre la tierra, salía y entraba con sus discípulos, es cierto, pero había todo tipo de distanciamiento y malentendidos entre ellos. Pero el Espíritu que iba a venir no permanecería fuera de ellos o a un lado, sino que habitaría dentro de ellos. La permanencia de Cristo en la tierra fue temporal, pero el Espíritu que enviaría jamás los dejaría, sino que permanecería con ellos hasta la eternidad. En efecto, Cristo mismo volverá a ellos de nuevo en ese Espíritu. No los deja huérfanos, sino que regresa a ellos y se une a ellos en el Espíritu de una manera que antes había sido imposible. Luego lo volverán a ver. Vivirán como Él vive. Reconocerán que Cristo está en el Padre, y ellos en Él, y Él en ellos. Y en Cristo, el Padre viene a ellos. A través del Espíritu ambos vienen. Tanto el Padre como el Hijo vienen a los discípulos, y vienen a habitar en ellos en el Espíritu. Eso entonces es lo que el Espíritu Santo realizará en primer lugar: una comunión entre el Padre y el Hijo, por un lado, y entre los discípulos, por el otro. Es una comunión tal como jamás ha existido antes.

Y cuando los discípulos comparten esta comunión y viven por ella, cuando están unidos a Cristo como el pámpano está con la vid, cuando no son siervos sino amigos, entonces ese mismo Espíritu que los ha hecho compartir esta comunión, los guiará también en el futuro como el Espíritu de verdad, a toda verdad. No solamente les hará reflexionar en lo que Cristo personalmente les habló y enseñó, sino que constantemente les testificará de Cristo. Dirá lo que ha escuchado de Cristo y ha recibido de Él, e incluso les declarará cosas futuras. Los discípulos no sólo tienen la comunión con Cristo y el Padre, sino que también están conscientes de tenerla. El Espíritu Santo los iluminará con respecto a Cristo, con respecto a su unidad con el Padre, y con respecto a su comunión tanto con el Padre como con el Hijo. El propósito final es que todos los creyentes sean uno como (Cristo lo pone en sus propias palabras) tú, Padre, eres en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Juan 17:21 ss.).

Cuando en el día de Pentecostés, el derramamiento del Espíritu Santo se realizó, las manifestaciones extraordinarias por las cuales este rico derramamiento del Espíritu se reveló y naturalmente, en ese primer período, atrajo la atención. Pero no podemos por esa razón cerrar nuestros ojos al otro, y realmente mucho más importante hecho, de que los discípulos por el don del Espíritu estaban unidos de la forma más íntima en una iglesia independiente y santa. Cristo era el Señor y Salvador de esa iglesia, y todos los creyentes continuaron mutuamente con firmeza en la doctrina y la comunión de los apóstoles, en el partimiento del pan, y en las oraciones (Hechos 2:42). La unidad de la que Cristo había hablado fue por un tiempo realizada en la iglesia de Jerusalén. Cuando el entusiasmo del primer amor después dio paso a una actitud de mente y corazón más calmada; cuando las iglesias se agregaron en otros lugares y entre otras gentes; cuando, más tarde aún, todo tipo de divisiones y separaciones surgieron en la iglesia cristiana, entonces la unidad que unía a todos los creyentes adquirió una forma distinta, se volvió menos vital y profunda, en ocasiones incluso muy débil o de tal modo que no se sentía en absoluto. Pero no debemos olvidar que, en medio de toda diferencia y conflicto, en esencia la unidad de la iglesia ha permanecido hasta este día. En el futuro se volverá incluso más gloriosamente manifiesto de lo que fue durante ese breve período en Jerusalén.

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De todos los apóstoles, fue Pablo quien más mantuvo este ideal de la unidad de la iglesia ante nuestra vista y quien se aferró a ella a pesar de toda la división de la que él, en su día también, ya era testigo. La iglesia es un cuerpo, y todos sus miembros necesitan unos de otros y deben servirse unos a otros (Romanos 12:4 y 1Corintios 12:12 ss.). Pero es tal unidad porque es el cuerpo de Cristo (Romanos 12:5; Efesios 1:23 y Colosenses 1:24). La unidad de la iglesia se enraíza en la comunión con Cristo y surge de ella. Cristo es la cabeza de cada creyente, de cada congregación local, y también de la iglesia como un todo. Todos los creyentes son nuevas criaturas que Dios ha creado en Cristo para buenas obras para que caminen en ellas (2Corintios 5:17 y Efesios 2:10). Cristo vive y habita en ellos, y ellos viven, se mueven y tienen su ser en Cristo: Cristo es su vida (Romanos 6:11; 8:1 y 10; 2Corintios 13:5; Gálatas 2:20; Filipenses 1:21 y Colosenses 3:4). La combinación en Cristo (en el Señor, en Él) ocurre más de ciento cincuenta veces en el Nuevo Testamento. Indica que Cristo es la fuente constante no solamente de la vida espiritual, sino que como tal también habita inmediata y directamente en el creyente. La unidad es tan estrecha como entre la piedra angular y un templo, un hombre y una mujer, la cabeza y el cuerpo, la vid y el pámpano. Los creyentes están en Cristo como todas las cosas en virtud de la creación y providencia están en Dios. Viven en Él como el pez vive en el agua, el ave en el aire, el hombre en su vocación, el erudito en su estudio. Junto con Él están crucificados, muertos y sepultados, son resucitados, sentados a la diestra de Dios, y glorificados (Romanos 6:4 ss.; Gálatas 2:20; 6:14; Efesios 2:6; Colosenses 2:12, 20 y 3:3). Ellos se han vestido de Cristo, han asumido su forma y muestran en el cuerpo tanto el sufrimiento como la vida de Cristo, y son perfeccionados (completados) en Él. En resumen, Cristo es todo en todos (Romanos 13:14; 2 Corintios 4:11; Gálatas 4:19; Colosenses 1:24; 2:10 y 3:11).

Esta estrecha relación se hace posible por el hecho de que Cristo se comparte a sí mismo con el creyente a través del Espíritu. Debido a que por su pasión y muerte Cristo ha ganado perfectamente el Espíritu y todos sus dones y poderes es que, Cristo mismo, puede llamarse el Espíritu (2Corintios 3:17), también ha ganado el derecho a dar ese Espíritu a quien quiera. El Espíritu de Dios se ha vuelto el Espíritu de Cristo, el Espíritu del Hijo, el Espíritu del Señor (Romanos 8:9; 1Corintios 2:16; 2Corintios 3:18; Gálatas 4:6 y Filipenses 1:19). Haber recibido ese Espíritu de Cristo es decir que uno ha recibido a Cristo, porque cualquiera que no tenga el Espíritu de Cristo no pertenece a Cristo, no es de su propiedad (Romanos 8:9-10. Los creyentes son un Espíritu con Él (1Corintios 6:17). Son templo del Espíritu Santo en quienes Dios mismo habita (1Corintios 3:16, 17 y 6:19). Ellos son, confiesan, caminan, oran y se regocijan en el Espíritu (Romanos 8:4, 9, 15; 14:17 y 1Corintios 12:3). Son seres espirituales, entienden y juzgan las cosas del Espíritu (Romanos 8:2 y 1 Corintios 2:14). Son continuamente guiados por el Espíritu y son acompañados por Él hasta el día de la redención (Romanos 8:15-16; 2Corintios 1:22; Efesios 1:13 y 4:30). Por ese Espíritu todos ellos tienen acceso al Padre y están edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas para ser una morada de Dios (Efesios 2:18 y 22).

En términos como estos, las Santas Escrituras explican esa maravillosa unidad que existe entre Cristo y su iglesia, y que después viene a ser designada por el término unión mística. De hecho, no podemos entender esta unidad en su profundidad e intimidad. Trasciende con mucho nuestro pensamiento. Debe ciertamente distinguirse en naturaleza y tipo de la unidad que existe entre las tres personas de la Divinidad, porque estas tres personas comparten uno y el mismo ser Divino, y es precisamente en esencia que Cristo y los creyentes permanecen distintos entre sí. Cierto, la unidad de Cristo y la iglesia es comparada más de una vez con la unidad entre Cristo y el Padre (Juan 10:38; 14:11, 20 y 17:21-23). Pero en esas ocasiones Cristo no está hablando de sí mismo como el Hijo, el unigénito, sino de sí mismo como el Mediador, que será levantado a la diestra de Dios, y a través de quien el Padre llevará a cabo su buena voluntad. Así como el Padre ha escogido a los suyos en Cristo antes de la fundación del mundo (Efesios 1:4) para la gloria de su gracia en que Él los ha hecho aceptos en el Amado (Efesios 1:6-7 y Hechos 20:28), también los reúne a todos en uno en Cristo (Efesios 1:10). El Padre habita en Cristo como el Mediador y así se da a sí mismo y sus bendiciones a la iglesia.

Tan estrecha e inseparable como es la relación entre el Padre y el Mediador, es la relación entre Cristo y los creyentes. En poder interior sobrepasa toda unión que se pueda encontrar entre las criaturas e incluso la que existe entre Dios y su mundo. Diferenciada, por un lado, de toda mezcla panteísta, por el otro es muy superior a toda yuxtaposición deísta y toda relación contractual. La Escritura nos enseña algo sobre su naturaleza comparándola con la relación entre una vid y sus pámpanos, la cabeza de un cuerpo y sus miembros, una mujer y un hombre. Es una relación que completa y eternamente une a Cristo completo con su iglesia y con sus miembros en la profundidad de su ser y en la esencia de su personalidad. Es una relación que comenzó en la eternidad cuando el Hijo de Dios declaró estar listo para la mediación. Obtuvo su existencia objetiva en la plenitud del tiempo cuando Cristo se vistió de la naturaleza humana, entró a la comunión con su pueblo, y se entregó hasta la muerte por los suyos. Y se actualiza personalmente en cada individuo cuando el Espíritu Santo viene a él, lo incorpora a Cristo, y cuando él, por su parte, reconoce y ejerce esta unidad con Cristo.

Esta comunión con la persona de Cristo trae consigo la participación en todas sus bendiciones y beneficios. No hay participación en los beneficios de Cristo a menos que participemos de su persona, porque los beneficios no se pueden separar de la persona. Eso hasta cierto punto sería concebible si los beneficios que Cristo confirió fueran bienes materiales. Un hombre puede darnos su dinero y propiedad sin darse a sí mismo. Pero los beneficios que Cristo da son de tipo espiritual. Consisten sobre todo en su favor, su misericordia, su amor, y estos son dones de tipo completamente personal y no deben ser separados de la persona de Cristo. El tesoro de los beneficios no ha sido depositado en algún lugar sobre la tierra, en las manos, digamos, de un papa o sacerdote, o en la iglesia o sacramento. Se encuentra exclusivamente en Cristo mismo. Él es ese tesoro. En Él, el Padre nos vuelve su rostro amable y bondadoso, y esa es toda nuestra salvación.

Y, a la inversa, no hay comunión con la persona de Cristo sin participar en sus tesoros y beneficios. La relación entre el Padre y Cristo es en este aspecto de nuevo la base y el ejemplo de la relación entre Cristo y su iglesia. El Padre se dio al Hijo, especialmente también al Hijo como el mediador entre Dios y los hombres. Todas las cosas le fueron entregadas por el Padre (Mateo 11:27 y Juan 3:35). Todo lo que tiene el Padre es de Él (Juan 16:15 y 17:10). El Padre y Cristo son uno, el Padre es en Él, y Él es en el Padre (Juan 10:38 y 17:21-23). Y así, a su vez, Cristo se da a sí mismo y todos sus beneficios a la iglesia a través del Espíritu Santo (Juan 16:13-15). No se guarda nada. Así como la plenitud de la Divinidad habita en Él corporalmente (Colosenses 1:19 y 2:9), también perfecciona a la iglesia hasta la medida de su plenitud hasta que esté llena de la plenitud de Dios (Efesios 1:23; 3:19; 4:13 y 16). Él es todo en todos (Colosenses 3:11).

Es la plenitud la que recibimos en Cristo, una plenitud Divina, una plenitud de gracia y de verdad, una plenitud que jamás se agota, y que otorga gracia sobre gracia (Juan 1:14 y 16). Esta plenitud habita en Cristo mismo, en su persona, en su naturaleza divina y humana, durante el estado de su humillación y de su exaltación. Hay una plenitud de gracia en su encarnación: «Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos» (2Corintios 8:9). Hay una plenitud de gracia en su vida y muerte, porque en los días de su carne, aprendió obediencia de las cosas que sufrió, y «habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen» (Hebreos 5:7-9). Hay una plenitud de gracia en su resurrección, porque por ella mostró ser el Hijo de Dios en poder y nos ha vuelto a engendrar a una esperanza viva (Romanos 1:4 y 1 Pedro 1:3). Hay una plenitud de gracia en su ascensión porque por ella llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres (Efesios 4:8). Hay una plenitud de gracia en su intercesión porque por ella puede perfectamente salvar a todos aquellos que vienen a Dios por Él (Hebreos 7:25). Hay una plenitud de gracia en Él para perdón, regeneración, renovación, consuelo, preservación, dirección, santificación y glorificación. Es una larga, ancha, profunda corriente de gracia, y lleva a los creyentes desde el principio hasta el fin, a la eternidad. Es una plenitud que da gracia sobre gracia, gracia en lugar de gracia, que inmediatamente suplanta una gracia por otra, reemplazándola por la primera, intercambiándolas. No hay desistimiento en esto, no hay intermedio. La iglesia solo recibe gracia y solamente gracia en Cristo.

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Los beneficios que Cristo da en su comunión pueden, por lo tanto, muy bien ser comprendidos bajo el único término gracia. Pero ese único nombre entonces comprende una plenitud, una abundancia de bendición, que no puede ser medida. Al comienzo del último capítulo precedente, se mencionó la reconciliación que Cristo ha alcanzado con el Padre por su sacrificio satisfactorio. En Cristo, Dios ha hecho su ira a un lado y se ha puesto en una actitud de gracia hacia el mundo (2Corintios 5:19). Y para la persona que acepta esta reconciliación con un corazón creyente, fluyen una serie de beneficios; en efecto, la salvación misma. La Escritura menciona muchos de ellos: vocación, regeneración, fe, justificación, perdón de pecados, adopción como hijos, libertad de la ley, libertad espiritual, esperanza, amor, paz, gozo, alegría, consuelo, santificación, preservación, perseverancia, glorificación, además de otros. Un resumen total es realmente imposible, porque incluyen todo lo que la iglesia como un todo y cada creyente individual en particular, a través de todas las edades y en todas las circunstancias, en prosperidad y adversidad, en vida y muerte, de este lado de la tumba y después por toda la eternidad, ha recibido y recibirá de la plenitud de Cristo.

Debido a esta cantidad y riqueza de beneficios, es imposible formularlos completamente. Es altamente difícil lograr un buen estudio de todos ellos. Y también existe un riesgo al tratarlos en un orden regular y en asignar a cada beneficio su lugar en el contexto del todo. La clasificación, por consiguiente, difiere grandemente entre los teólogos. Pero en lo principal se pueden definir tres grupos principales de beneficios. En primer lugar, hay un grupo de beneficios que prepara al hombre para el pacto de gracia, lo introduce en él, y le da la habilidad, de su propia parte, con un corazón dispuesto de recibir las bendiciones de ese pacto y aceptarlas. Estos son los beneficios de la vocación, regeneración (en el sentido más estrecho), fe y arrepentimiento. Un segundo grupo comprende aquellas bendiciones que cambian el estatus del hombre a la vista de Dios, lo libran de culpa, y así renuevan su mente. Estos son particularmente los beneficios de la justificación, perdón de pecados, adopción como hijos, el testimonio del Espíritu Santo a nuestro espíritu, libertad de la ley, libertad espiritual, paz y gozo. Y, a continuación, hay un tercer grupo de beneficios, y estos introducen un cambio en la condición del hombre, lo redime de la mancha del pecado, y lo renueva según la imagen de Dios. A este grupo pertenece especialmente la regeneración (en el sentido más amplio), el morir y resucitar con Cristo, la conversión continua, el caminar en el Espíritu, y la perseverancia hasta el fin. Todos estos beneficios son perfeccionados y completados en la gloria y salvación celestial que Dios prepara de ahora en adelante para los suyos. Un capítulo será dedicado a eso al final de esta instrucción en la religión cristiana.

Antes de poner más atención específica a cada uno de estos grupos de beneficios, debemos observar que todos ellos, incluso la persona de Cristo mismo pueden ser otorgados solamente a través del Espíritu Santo. Notamos arriba que el Padre está en Cristo, que sólo en Cristo vuelve su rostro de misericordia a nosotros, y que sólo en Él, el Padre viene a hacer su morada con nosotros. Pero de la misma manera, Cristo también está en el Espíritu Santo, y puede venir a nosotros y quiere venir a nosotros solamente a través de ese Espíritu. Por el Espíritu, Cristo se nos da a sí mismo y nos da sus beneficios. El Espíritu es llamado Espíritu Santo precisamente porque se encuentra en una relación particular con el Padre y con Cristo, y por consiguiente nos pone en una relación particular tanto con el Padre como con el Hijo. No debemos suponer, por lo tanto, que podemos en alguna manera venir a una relación con el Padre y con Cristo excepto a través del Espíritu Santo. Apártese de iniquidad todo el que invoca el nombre de Cristo (2Timoteo 2:19).

Según las Escrituras, el Espíritu Santo es el factor y el ejecutor de la regeneración y la fe (Juan 3:5 y 1Corintios 12:4). Nos justifica en nuestra consciencia y testifica de nuestra adopción como hijos (Romanos 8:15; 1Corintios 6:11 y Gálatas 4:6). Derrama el amor de Dios en nuestros corazones, nos da paz y gozo, y nos libera de la ley, la carne, y del pecado y la muerte (Romanos 5:5; 8:2 y 14:17). Él es el Consolador y el Abogado que defiende nuestra causa, nos protege y apoya, y que no nos abandona, como Cristo hizo en su naturaleza humana, sino que siempre permanece con nosotros, nos consuela y ora por nosotros (Juan 14:16; Hechos 9:31 y Romanos 8:26). Él no solamente aviva la vida espiritual, sino que también la mantiene y la guía continuamente: Él es la ley y su regla (Romanos 8:2, 14 y Gálatas 5:18). Renueva y santifica esa vida, la hace llevar fruto, y la hace agradable para Dios (Romanos 15:13, 16; Gálatas 5:23; 2Tesalonicenses 2:13; Tito 3:5 y 1Pedro 1:2). Toda la vida del cristiano es un caminar en el Espíritu (Romanos 8:4 ss. y Gálatas 5:16 y 25). Une a todos los creyentes en un cuerpo y los edifica en un templo, un lugar de habitación de Dios (Efesios 2:18-22 y 4:3-4). Garantiza la herencia celestial (2Corintios 1:22; 5:5; Efesios 1:13 y 4:30), y un día efectuará su resurrección y glorificación (Romanos 8:11 y 1Corintios 15:44).

En resumen, Cristo y todos sus beneficios, el amor del Padre, y la gracia del Hijo, se vuelven nuestra porción solamente en la comunión del Espíritu Santo.

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Originalmente publicado en este enlace.