Autor: James Montgomery Boice

Es evidente que necesitamos algo más que un conocimiento teórico de Dios. Sin embargo, sólo podemos conocer a Dios en la medida en que se nos revela en las Escrituras, y no podemos conocer las Escrituras hasta que estemos dispuestos a ser cambiados por ellas. El conocimiento de Dios solamente se produce cuando también conocemos nuestra profunda necesidad espiritual y cuando somos receptivos a la provisión de la gracia de Dios para nuestra necesidad a través de la obra de Cristo y la aplicación de esa obra a nosotros por el Espíritu de Dios.

Una vez establecida esta base, sin embargo, volvemos a la cuestión de Dios mismo y preguntamos: «Pero ¿quién es Dios? ¿Quién es ese que se revela en la Escritura, en la persona de Jesucristo y por medio del Espíritu Santo?». Podemos admitir que un verdadero conocimiento de Dios debe cambiarnos. Podemos estar dispuestos a cambiar. Pero ¿por dónde empezamos?

«Yo soy el que soy»

Dado que la Biblia es una unidad, podríamos responder a estas preguntas comenzando en cualquier punto de la revelación bíblica. Podríamos empezar con Apocalipsis 22:21, así como con Génesis 1:1. Pero no hay mejor punto de partida que la revelación de Dios a Moisés en la zarza ardiente. Moisés, el gran líder de Israel, conocía desde hacía tiempo al Dios verdadero, pues había nacido en una familia piadosa. Sin embargo, cuando Dios le dijo que lo enviaría a Egipto y que a través de él liberaría al pueblo de Israel, Moisés respondió: «He aquí que llego yo a los hijos de Israel y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé?». Se nos dice que Dios contestó entonces a Moisés diciendo: «YO SOY EL QUE SOY… Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros» (Ex 3:13-14).

«YO SOY EL QUE SOY». El nombre está relacionado con el antiguo nombre de Dios, Jehová. Pero es más que un nombre. Es un nombre descriptivo, que señala todo lo que Dios es en sí mismo. En particular, lo muestra como Aquel que es totalmente autoexistente, autosuficiente y eterno.

Estos son conceptos abstractos, por supuesto. Pero son importantes, porque estos atributos, más que ningún otro, distinguen a Dios de su creación y lo revelan como lo que es en sí mismo. Dios es perfecto en todos sus atributos, pero hay algunos atributos que nosotros, sus criaturas, compartimos. Por ejemplo, Dios es perfecto en su amor; pero, por su gracia, nosotros también amamos; Él es todo sabiduría, pero nosotros también poseemos una medida de sabiduría; Él es todopoderoso, y nosotros ejercemos un poder limitado. Sin embargo, no es así en lo que se refiere a la autoexistencia, autosuficiencia y eternidad de Dios. Únicamente Él posee esas características ya que Él existe por sí mismo, nosotros no; Él es totalmente autosuficiente, nosotros no.

La autoexistencia significa que Dios no tiene orígenes y, en consecuencia, no tiene que rendir cuentas a nadie. Matthew Henry dice: «El mejor y más grande hombre del mundo debe decir: Por la gracia de Dios yo soy lo que soy; pero Dios dice absolutamente ―y es más de lo que cualquier criatura, hombre o ángel, puede decir― Yo soy el que soy».[1] Así que Dios no tiene orígenes; su existencia no depende de nadie.

La autoexistencia es un concepto difícil de asimilar para nosotros, pues significa que Dios, tal como es en sí mismo, es incognoscible. Todo lo que vemos, olemos, oímos, saboreamos o tocamos tiene un origen. Difícilmente podemos pensar en otra categoría. Todo lo que observamos debe tener una causa adecuada para explicarlo. Buscamos tales causas. Causa y efecto es incluso la base de la creencia en Dios de quienes, sin embargo, no lo conocen verdaderamente. Tales individuos creen en Dios, no porque hayan tenido una experiencia personal de Él o porque hayan descubierto a Dios en las Escrituras, sino sólo porque deducen su existencia. «Todo procede de algo; en consecuencia, debe haber un gran algo que está detrás de todo». La causa y el efecto apuntan a Dios, pero ―y esta es la cuestión― apuntan a un Dios que está más allá de la comprensión; de hecho, apuntan a uno que está más allá de nosotros en todos los sentidos. Indican que Dios no puede ser conocido y evaluado como pueden serlo otras cosas.

A. W. Tozer ha señalado que ésta es una de las razones por las que la filosofía y la ciencia no siempre se han mostrado favorables a la idea de Dios. Estas disciplinas se dedican a la tarea de dar cuenta de las cosas tal y como las conocemos y, por tanto, se impacientan ante cualquier cosa que se niegue a dar cuenta de sí misma. Los filósofos y los científicos admiten que hay muchas cosas que no saben, pero otra cosa es admitir que hay algo que nunca podrán conocer por completo y que, de hecho, ni siquiera disponen de técnicas para descubrir. Para descubrir a Dios, los científicos pueden intentar rebajarlo a su nivel, definiéndolo como «ley natural», «evolución» o algún principio semejante. Pero Dios sigue eludiéndoles ya que hay más en Dios de lo que esos conceptos pueden delinear.

Quizá también sea por eso por lo que incluso los creyentes en la Biblia parecen dedicar tan poco tiempo a pensar en la persona y el carácter de Dios. Tozer escribe:

Pocos de nosotros hemos dejado que nuestros corazones contemplen maravillados al YO SOY, el Ser autoexistente que ninguna criatura puede pensar. Tales pensamientos son demasiado dolorosos para nosotros. Preferimos pensar en algo que nos haga más bien: en cómo construir una ratonera mejor, por ejemplo, o en cómo hacer que crezcan dos briznas de hierba donde antes crecía una. Y por ello estamos pagando ahora un precio demasiado alto en la secularización de nuestra religión y la decadencia de nuestra vida interior.[2]

La autoexistencia de Dios significa que no es responsable ante nosotros ni ante nadie, y eso no nos gusta. Queremos que Dios dé cuenta de sí mismo, que defienda sus actos. Aunque a veces nos explica cosas, no tiene por qué hacerlo y a menudo no lo hace. Dios no tiene que dar explicaciones a nadie.

Sin necesidades

La segunda cualidad de Dios que se nos comunica en el nombre «YO SOY EL QUE SOY» es la autosuficiencia. De nuevo es posible tener al menos una idea del significado de este término abstracto. Autosuficiencia significa que Dios no tiene necesidades y, por tanto, no depende de nadie.

Aquí vamos en contra de una idea muy extendida y popular: Dios coopera con los seres humanos, de modo que cada uno suple algo que le falta al otro. Se imagina, por ejemplo, que Dios carece de gloria y por eso crea hombres y mujeres para suplirla. Se ocupa de ellos como recompensa. O también se imagina que Dios necesita amor y, por tanto, crea hombres y mujeres para que lo amen. Algunos hablan de la creación como si Dios se sintiera solo y por eso nos creara para hacerle compañía. En un plano práctico, vemos lo mismo en quienes imaginan que las mujeres y los hombres son necesarios para llevar a cabo la obra salvadora de Dios como testigos o como defensores de la fe, olvidando que el propio Jesús declaró que «Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras» (Lc 3:8).

Dios no necesita adoradores. Arthur W. Pink, que escribe sobre este tema en Los atributos de Dios, dice:

Dios no tenía ninguna presión, ninguna obligación, ninguna necesidad de crear. Que decidiera hacerlo fue un acto puramente soberano de su parte, causado por nada fuera de sí mismo, determinado por nada más que su propio beneplácito; porque Él «hace todas las cosas según el designio de su voluntad» (Ef 1:11). Lo que creó fue simplemente para su gloria manifiesta…Dios no sale ganando ni siquiera con nuestra adoración. No tenía necesidad de esa gloria exterior de su gracia que surge de sus redimidos, pues es suficientemente glorioso en sí mismo sin eso. ¿Qué lo movió a predestinar a sus elegidos para alabanza de la gloria de su gracia? Fue, como nos dice Efesios 1:5, «según el puro afecto de su voluntad» … La fuerza de esto es [que] es imposible poner al Todopoderoso bajo obligaciones hacia la criatura; Dios no gana nada de nosotros.[3]

Tozer hace la misma observación. «Si todos los seres humanos se quedaran ciegos de repente, el sol seguiría brillando de día y las estrellas de noche, porque no les deben nada a los millones de personas que se benefician de su luz. De la misma manera, si todos los hombres de la tierra se volvieran ateos, esto no afectaría a Dios en modo alguno. Él es lo que es en sí mismo sin tener en cuenta a ningún otro. Creer en Él no añade nada a sus perfecciones; dudar de Él no le quita nada».[4]

Dios tampoco necesita ayudantes. Esta verdad es probablemente la más difícil de aceptar para nosotros. Porque nos imaginamos a Dios como un abuelo amable, pero casi patético, que va de un lado para otro para ver a quién puede encontrar que lo ayude a dirigir el mundo y salvar a la raza humana. ¡Qué farsa! Sin duda, Dios nos ha encomendado una labor de gestión. Dijo a la pareja original en el Edén: «Fructificad y multiplicaos, llenad la tierra y sojuzgadla; y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra» (Gn 1:28). Dios también ha dado a los que creen en Él la comisión de «id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16:15). Es cierto, pero ningún aspecto de la ordenación que Dios hace de su creación tiene un fundamento necesario en sí mismo. Dios ha elegido hacer las cosas así, y no necesitaba hacerlas. De hecho, podría haberlas hecho de cualquier otro millón de maneras. Que haya elegido hacer las cosas así depende, por tanto, únicamente del ejercicio libre y soberano de su voluntad y, por tanto, no nos da ningún valor inherente ante Él.

Decir que Dios es autosuficiente significa también que Dios no necesita defensores. Es evidente que tenemos oportunidades de hablar en nombre de Dios ante quienes deshonrarían su nombre y difamarían su carácter. Deberíamos hacerlo; pero, aunque fracasemos, no debemos pensar que Dios se ve privado por ello. Dios no necesita ser defendido, porque es como es y seguirá siéndolo a pesar de los ataques pecaminosos y arrogantes de individuos malvados. Un Dios que necesita ser defendido no es Dios. Más bien, el Dios de la Biblia es el que existe por sí mismo y es el verdadero defensor de su pueblo.

Cuando nos damos cuenta de que Dios es el único verdaderamente autosuficiente, empezamos a entender por qué la Biblia tiene tanto que decir sobre la necesidad de la fe solamente en Dios y por qué la incredulidad en Dios es un grave pecado. Tozer escribe: «Entre todos los seres creados, ninguno se atreve a confiar en sí mismo. Únicamente Dios confía en sí mismo; todos los demás seres deben confiar en Él. La incredulidad es en realidad una fe pervertida, porque no pone su confianza en el Dios vivo, sino en hombres moribundos».[5] Si nos negamos a confiar en Dios, lo que en realidad estamos diciendo es que nosotros u otra persona o cosa es más digna de confianza. Eso es una calumnia contra el carácter de Dios, y es una locura. Ninguna otra cosa es suficiente. En cambio, si empezamos por confiar en Dios (por creer en Él), tenemos una base sólida para toda la vida. Dios es suficiente, y podemos confiar en su Palabra dada a sus criaturas.

Puesto que Dios es suficiente, podemos empezar descansando en esa suficiencia y así trabajar eficazmente para Él. Dios no nos necesita, pero la alegría de llegar a conocerle está en aprender que, a pesar de todo, se inclina para trabajar en y a través de aquellos que son sus hijos creyentes y obedientes.

El Alfa y la Omega

Una tercera cualidad inherente al nombre de Dios dado a Moisés («YO SOY EL QUE SOY») es la perennidad, perpetuidad o eternidad. Esta cualidad es difícil de expresar en una palabra, pero consiste sencillamente en que Dios es, siempre ha sido y siempre será, y que es siempre el mismo en su ser eterno. Encontramos este atributo de Dios en toda la Biblia. Abraham llamó a Jehová «Dios eterno» (Gn 21:33). Moisés escribió: «Señor, tú nos has sido refugio de generación en generación. Antes que naciesen los montes, y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios» (Sal 90:1-2). El Apocalipsis describe a Dios como «el Alfa y la Omega, principio y fin» (Ap 1:8; 21:6; 22:13). Las criaturas ante el trono claman: «Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir» (Ap 4:8).

El hecho de que Dios sea eterno tiene dos consecuencias importantes para nosotros. La primera es que se puede confiar en que seguirá siendo como se revela. La palabra que se suele utilizar para describir esta cualidad es inmutabilidad, que significa inalterabilidad. «Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza ni sombra de variación» (St 1:17).

Dios es inmutable en sus atributos. Por eso no debemos temer, por ejemplo, que el Dios que una vez nos amó en Cristo cambie de opinión y deje de amarnos en el futuro. Dios es siempre amor hacia su pueblo. Del mismo modo, no debemos pensar que tal vez cambie su actitud hacia el pecado, de modo que empiece a clasificar como «permitido» algo que antes estaba prohibido. El pecado siempre será pecado, porque se define como toda transgresión o falta de conformidad con la ley de Dios, que es inmutable. Dios siempre será santo, sabio, misericordioso, justo y todo lo demás que revela ser. Nada de lo que hagamos cambiará jamás al Dios eterno.

Dios también es inmutable en sus consejos o voluntad. Él hace lo que ha determinado de antemano hacer y su voluntad nunca varía. Algunos señalarán que ciertos versículos de la Biblia nos dicen que Dios se arrepintió de algún acto, como en Génesis 6:6, «Se arrepintió Jehová de haber hecho [al] hombre». En este ejemplo, se está utilizando una palabra humana para indicar el grave disgusto de Dios con las actividades humanas. Esto se contrarresta con versículos como Números 23:19 («Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta. Él dijo, ¿y no hará? Habló, ¿y no lo ejecutará?»); 1 Samuel 15:29 («La Gloria de Israel no mentirá, ni se arrepentirá, porque no es hombre para que se arrepienta»); Romanos 11:29 («Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios»); y Salmo 33:11 («El consejo de Jehová permanecerá para siempre; los pensamientos de su corazón por todas las generaciones»).

Tales afirmaciones son una fuente de gran consuelo para el pueblo de Dios. Si Dios fuera como nosotros, no se podría confiar en Él. Cambiaría y, como consecuencia, cambiarían su voluntad y sus promesas. No podríamos confiar en Él, pero Dios no es como nosotros. Él no cambia. En consecuencia, sus propósitos permanecen fijos de generación en generación. Pink dice: «He aquí, pues, una roca en la que podemos apoyar nuestros pies, mientras el poderoso torrente arrasa con todo lo que nos rodea. La permanencia del carácter de Dios garantiza el cumplimiento de sus promesas».[6]

La segunda consecuencia importante para nosotros de la inmutabilidad de Dios es que es ineludible. Si fuera un simple ser humano y no nos gustara ni Él ni lo que hace, podríamos ignorarlo sabiendo que siempre puede cambiar de opinión, alejarse de nosotros o morir. Pero Dios no cambia de opinión, no se aleja, no morirá. Por consiguiente, no podemos escapar de Él. Aunque ahora lo ignoremos, tendremos que contar con Él en la vida futura. Si lo rechazamos ahora, al final tendremos que enfrentarnos a Aquel a quien hemos rechazado y conocer su eterno rechazo hacia nosotros.

No existen otros dioses

Se nos lleva a una conclusión natural, a saber, que debemos buscar y adorar al Dios verdadero. Este capítulo se ha basado en su mayor parte en Éxodo 3:14, en el que Dios revela a Moisés el nombre por el que desea ser conocido. Esa revelación se produjo al borde de la liberación del pueblo de Israel de Egipto. Después del éxodo, Dios dio una revelación en el monte Sinaí que aplica la revelación anterior de sí mismo como el Dios verdadero a la vida religiosa y el culto de la nación liberada.

Dios dijo: «Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos» (Ex 20:2-6). Estos versículos plantean tres puntos, todos basados en la premisa de que el Dios que se revela en la Biblia es el Dios verdadero:

1. Debemos adorar a Dios y obedecerle.

2. Debemos rechazar la adoración de cualquier otro dios.

3. Debemos rechazar la adoración del Dios verdadero por cualquier medio que no sea digno de Él, como el uso de representaciones o imágenes.

A primera vista parece bastante extraño que una prohibición contra el uso de imágenes en el culto tenga un lugar al principio de los diez principios básicos de la religión bíblica, los Diez Mandamientos. Pero no es extraño si recordamos que las características de una religión se derivan de la naturaleza de su dios. Si el dios es indigno, la religión también lo será. Si el concepto de Dios es de primer orden, la religión también lo será. Así que Dios nos dice en estos versículos que cualquier representación física de Él es deshonrosa para Él. ¿Por qué? Por dos razones. Primero, oscurece su gloria, porque nada visible puede representarlo adecuadamente. Segundo, engaña a los que quieren adorarlo.

Ambos errores están representados por la fabricación del becerro de oro por parte de Aarón, como indica J. I. Packer en su análisis de la idolatría. Al menos en la mente de Aarón, aunque probablemente no en la del pueblo, el becerro pretendía representar a Jehová. Pensaba, sin duda, que la figura de un toro (aunque fuera pequeño) comunicaba la idea de la fuerza de Dios. Pero, por supuesto, no lo hacía adecuadamente, y no comunicaba en absoluto sus otros grandes atributos: su soberanía, rectitud, misericordia, amor y justicia. Más bien los oscureció.

Además, la figura del toro confundía a sus adoradores. Lo asociaban fácilmente con los dioses y diosas de la fertilidad de Egipto, y el resultado de su culto era una orgía. Packer concluye:

Es cierto que si habitualmente concentras tus pensamientos en una imagen o cuadro de Aquel a quien vas a orar, llegarás a pensar en Él, y a orarle, como la imagen lo representa. Así, en este sentido, «te inclinarás» y «adorarás» a tu imagen; y en la medida en que la imagen no diga la verdad sobre Dios, en esa medida no adorarás a Dios en verdad. Por eso Dios nos prohíbe a ti y a mí hacer uso de representaciones e imágenes en nuestro culto.[7]

«Mi Señor y mi Dios»

Evitar la adoración de imágenes o incluso el uso de imágenes en el culto al Dios verdadero no es en sí mismo adoración. Debemos reconocer que el Dios verdadero es el eterno, autoexistente y autosuficiente, el que está inconmensurablemente más allá de nuestros pensamientos más elevados. Por tanto, debemos humillarnos y aprender de Él, dejando que nos enseñe cómo es y qué ha hecho para nuestra salvación. ¿Hacemos lo que nos manda? ¿Estamos seguros de que en nuestro culto estamos adorando al Dios verdadero que se ha revelado en la Biblia?

Únicamente existe una manera de responder a esta pregunta con sinceridad. Es preguntarse: ¿Conozco realmente la Biblia y adoro a Dios basándome en la verdad que encuentro en ella? Esa verdad se centra en el Señor Jesucristo, como se ve en la Biblia. Allí se hace visible el Dios invisible, se hace conocible lo inescrutable, el Dios eterno es revelado en el espacio y el tiempo. ¿Miro a Jesús para conocer a Dios? ¿Considero los atributos de Dios por lo que Jesús me muestra de ellos? Si no es así, estoy adorando una imagen de Dios, aunque sea una imagen de mi propia invención. Si miro a Jesús, entonces puedo saber que estoy adorando al Dios verdadero, tal como Él se ha revelado. Pablo dice que, aunque algunos conocían a Dios, «no le glorificaban como a Dios, ni le dieron gracias» (Rm 1:21). Hagamos lo posible para que esto no ocurra con nosotros. Vemos a Dios en Jesús. Por tanto, conozcámosle como Dios, amémosle como Dios, sirvámosle como Dios y adorémosle como Dios.
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Notas

[1] Matthew Henry, Commentary on the Whole Bible,Vol. 1 (Nueva York: Fleming H. Revell, n.d.), p. 284.

[2] A. W. Tozer, The Knowledge of the Holy (Nueva York: Harper & Row, 1961), p. 34.

[3] Arthur W. Pink, The Attributes of God (Grand Rapids, MI.: Baker Book House, n.d.), pp. 2-3.

[4] Tozer, p. 40.

[5] Ibid., p. 42.

[6] Pink, p. 41.

[7] J. I. Packer, Knowing God, p. 41

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Originalmente publicado en este enlace.