Autor: Greg L. Bahnsen

Traductor: Martín Bobadilla.

En cumplimiento del mandato de Cristo (Mt 28:19), los cristianos siempre han practicado el bautismo con agua en el nombre Trino de Dios, marcando la incorporación de la persona bautizada a la iglesia como cuerpo de Cristo (1Co 12:12-13).

Sin embargo, existen ideas muy diferentes sobre el bautismo entre los cristianos profesantes. Algunos afirman que lava automáticamente los pecados anteriores; otros piensan que los niños se regeneran con él.

En el otro extremo, están los que dicen que el bautismo no hace más que simbolizar la profesión de fe de una persona en la gracia purificadora de Dios.

Las primeras opiniones ven el poder divino inherente en el bautismo, pero lo ponen a disposición de la iglesia. El último punto de vista desplaza la orientación hacia la acción del hombre y no ve a Dios realizando nada a través del bautismo en sí.

La fe reformada discrepa de cada una de estas líneas de pensamiento, sosteniendo que la perspectiva de la Palabra inspirada de Dios sobre el bautismo no sólo es contraria a ellas, sino también mucho más clara de lo que a veces pretenden los debates sobre el bautismo. Así que preguntémonos, ¿cuál es el significado del bautismo? ¿Y para qué sirve?

Una pista del precedente histórico

Muchos aspectos de la enseñanza de la Nueva Alianza no pueden entenderse adecuadamente sin su trasfondo histórico en el Antiguo Pacto. El comentario de que Jesús es «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» o el hecho de que el velo del templo se rasgó en dos cuando Jesús murió en la cruz son algunos ejemplos. Del mismo modo, la Cena del Señor que se celebra en la Nueva Alianza ha de verse a la luz del Antiguo Pacto (Lc 21:15-20; 1Co 5:7-8; 10:16-17; 11:20-29). ¿Qué precedente de la Antigua Alianza podría haber para el bautismo?

Pablo responde a nuestra pregunta y nos ayuda a comprender el significado teológico del bautismo señalándonos su precedente histórico en Colosenses 2:11-12: «En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos».

Los cristianos han sido circuncidados espiritualmente (no con circuncisión hecha con las manos), y esta circuncisión ha sido realizada por Jesucristo mismo. ¿En qué consiste esta circuncisión? Pablo lo explica inmediatamente: «sepultados con él en el bautismo».[1] Hablando en sentido figurado, el bautismo cristiano es la circuncisión realizada por Cristo. En consecuencia, examinando el rito religioso de la circuncisión practicado en la Antigua Alianza, podemos comprender el significado y la finalidad del bautismo en la Nueva Alianza.

1. Como la circuncisión, el bautismo muestra que pertenecemos a Dios como su pueblo.

La circuncisión era la marca de que alguien pertenecía al pacto con Dios. Distinguía a una persona del mundo gentil e incrédulo: «Mas si algún extranjero morare contigo, y quisiere celebrar la pascua para Jehová, séale circuncidado todo varón, y entonces la celebrará, y será como uno de vuestra nación; pero ningún incircunciso comerá de ella» (Ex 12:48).

Del mismo modo, el bautismo es el signo que distingue al pueblo de Dios del mundo rebelde de hoy. Las palabras de la gran comisión (Mt 28:18-20) exigen que los discípulos de Cristo se diferencien del mundo por el bautismo. Es la marca de la conversión al cristianismo. Los que «recibieron su palabra» fueron bautizados y añadidos a la iglesia (Hch 2:41). Apartándonos de un mundo muerto en pecado, el bautismo nos convoca a caminar en «novedad de vida» (Ro 6:4).

2. Al igual que la circuncisión, el bautismo simboliza la purificación de la contaminación.

Pablo llama a la condición pecaminosa del hombre «la incircuncisión de vuestra carne» (Col 2:13). La circuncisión simbolizaba un corte y remoción de esa naturaleza pecaminosa. Así, la circuncisión se aplicaba figurativamente a los labios (Ex 6:12, 30) y especialmente al corazón (Jer 4:4). El antiguo rito externo se aplicaba literalmente al órgano genital masculino como indicación de que todos venimos a este mundo al nacer como pecaminosamente inmundos e inaceptables a los ojos de Dios. No puede haber esperanza «natural» para la salvación del hombre. Debe confiar únicamente en la obra sobrenatural y misericordiosa de Dios en su favor.

Asimismo, el bautismo señala la necesidad de la «remisión de los pecados» (Hch 2:38). Asume nuestra condición espiritualmente sucia ante Dios. Así Ananías le dijo a Pablo después de su conversión: «Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre» (Hch 22:16). El bautismo nos enseña que, como sucios a los ojos de Dios, nuestra única esperanza está en su gracia purificadora (cf. 1Jn 1:9).

3. En consecuencia, al igual que la circuncisión, el bautismo apunta a la justicia imputada por la fe.

Pablo nos dice en Romanos 4:11 que Abraham «recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la fe que tuvo estando aún incircunciso; para que fuese padre de todos los creyentes… a fin de que también a ellos la fe les sea contada por justicia». La circuncisión de Abraham fue el testimonio de Dios en la carne de Abraham de que la justicia no puede ser merecida por los esfuerzos naturales del hombre, sino que debe ser imputada por gracia al pecador indefenso. Por lo tanto, Abraham fue considerado justo sólo por confiar en la promesa y provisión de Dios, es decir, por fe.

Este es también el testimonio divino en el bautismo. Aquellos que desean ser justificados a los ojos de Dios se les dice «arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados»; aquellos que lo hacen son creyentes en la promesa de Dios (Hch 2:38-44). «Habiendo creído en Dios» para la salvación prometida, el carcelero filipense «fue bautizado» (Hch 16:30-34). Al igual que la circuncisión de Abraham, el bautismo del carcelero fue un signo divino de justificación (justicia, salvación) por la fe.

Debemos notar bien que las señales de la alianza, ya sea la circuncisión o el bautismo —siendo señales de Dios y ordenadas por Él— son el testimonio de la obra de gracia de salvación de Dios. Declaran la verdad objetiva de que la justificación viene sólo por la fe en la promesa de Dios. La circuncisión y el bautismo no son el testimonio personal y subjetivo de un individuo de tener fe salvadora para sí mismo. Dios mismo ordenó que la circuncisión se aplicara a aquellos que Él sabía perfectamente que no tendrían fe salvadora en Él (por ejemplo, Ismael en Gn 17:18-27).

Del mismo modo, en muchos casos los hipócritas que no son verdaderos creyentes han sido bautizados (cf. Heb 6:2-6; por ejemplo, Simón el Mago en Hch 8:13, 20-23).[2] Incluso en tales casos el signo del pacto no se invalidaba; su testimonio divino seguía siendo verdadero, declarando objetivamente mediante la circuncisión o el bautismo que los pecadores inmundos (Ismael, Simón el Mago) necesitan la limpieza misericordiosa de Dios, que la justificación sólo puede venir por la fe en su promesa.

4. De manera más completa, entonces, al igual que la circuncisión, el bautismo significa la unión pactual y la comunión con Dios.

Dios le dijo a Abraham «Este es mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros… será circuncidado todo varón de entre vosotros» (Gn 17:10), y la sustancia de la promesa del pacto de Dios a Abraham fue «y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti» (v. 7). La circuncisión colocó a Abraham y a sus hijos en una relación de alianza con Dios que el mundo incrédulo no disfrutaba. Los señalaba como beneficiarios de la promesa salvadora de Dios en este mundo, como aquellos de quienes Dios podía decir «a vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra» (Am 3:2). Gracias a este pacto de gracia, los hijos de Abraham tuvieron comunión con Dios y se reunían en la misma presencia de Dios. (Ex 26:22; 29:42-43).

Del mismo modo, Pablo dice que los que reciben la señal del bautismo han sido «bautizados en Cristo Jesús» y están «plantados juntamente con Él» (Ro 6:3, 5). Disfrutan de la comunión del pacto con el Salvador como su pueblo (p. ej., Ap 3:20), ya «por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo» (1Co 12:13), una relación que no pueden reclamar los incrédulos. El pueblo de Dios se reúne hoy en la presencia misma de Dios, de sus ángeles y de Jesús, el mediador del Nuevo Pacto (Heb 12:22-24).

Aquí debemos tomar nota de nuevo de un malentendido común sobre la circuncisión y el bautismo, que surge de un malentendido más fundamental y subyacente sobre lo que significa tener una unión y comunión pactual con el Señor. Estar unido a Dios por medio de un pacto, aunque la intención de Dios es traer favor y bendición a su pueblo elegido, conlleva también la amenaza del juicio y la maldición. Los pactos de Dios implican bendiciones y maldiciones, dependiendo de si uno guarda el pacto o lo rompe.

Vemos este carácter bilateral de la alianza tanto en la Antigua Alianza (p. ej., Dt 27-28; Jos 8:34) como en la Nueva (p. ej., 1Co 11:27-32; Heb 6:4-8). Fue precisamente porque Israel era el único que disfrutaba del pacto amoroso de Dios por lo que la nación tuvo que ser juzgada por sus pecados (Am 3:2). Del mismo modo, si la iglesia de Laodicea no se arrepiente, debe ser rechazada (Ap 3:16).

Estar en pacto con Dios no implica automáticamente la salvación eterna, ciertamente no para los que rompen el pacto. Así, «no todos los que descienden de Israel son israelitas» (Ro 9:6), e incluso en el Nuevo Pacto no todos los que profesan públicamente a Jesús como «Señor» son conocidos salvíficamente por Él (Mt 7:21-23). Por lo tanto, las señales de la circuncisión y el bautismo definitivamente llevan a sus receptores al pacto con Dios (y lo que significan tiene la intención de ser una bendición), pero no son garantías personales de salvación, excepto para los que cumplen el pacto. Los signos del pacto también pueden llevar a sus receptores bajo el terrible juicio de Dios.

5. Al igual que la circuncisión, el bautismo está diseñado para ser aplicado a los creyentes y a sus hogares.

Es evidente en Génesis 17:7-14 que Dios diseñó la señal del pacto para ser aplicada, no sólo al creyente adulto Abraham, sino también a su descendencia, de hecho, a toda su casa: «todo varón de entre vosotros», ya sea nacido en la casa, comprado como esclavo, judío o gentil. Todos los que formaban parte de la casa de Abraham estaban consagrados (o eran «santos») a Dios en virtud de su conexión con el creyente Abraham. En consecuencia, los judíos circuncidaban a sus hijos, incluso de niños (al octavo día). Además, puesto que Abraham iba a ser el «padre de muchas naciones» creyentes, no sólo de los judíos (Gn 17:4-6; 12;3), la promesa de la alianza —y su signo de la circuncisión— eran también para los gentiles convertidos (Ex 12:48-49; cf. Gal 3:7).

Puesto que el bautismo es el equivalente de la circuncisión en el Nuevo Pacto, y puesto que la circuncisión enseñaba que los hijos de los creyentes están incluidos en el pacto de Dios, y puesto que nuestro Dios guardador del pacto no cambia sus principios (Sal 89:34; Mt 4:4; 5:18; Ro 15:4; Stg 1:17), cabría esperar que el bautismo se aplicara —como la circuncisión— a los creyentes y a su simiente o familia. Esta inferencia teológica es ineludible. Además, es precisamente lo que encontramos enseñado en las mismas escrituras del Nuevo Pacto.

El día de pentecostés, Pedro predicó a Cristo resucitado como el cumplimiento de las profecías y pactos del Antiguo Testamento. Al declarar las buenas nuevas de Dios a los judíos —cuya autoconcepción durante siglos había sido en términos del pacto abrahámico (cf. Jn 8:33, 39)—, Pedro exhortó a su audiencia a arrepentirse y bautizarse. Y Pedro formuló llamativamente su invitación en la estructura de la promesa de Dios a Abraham, que vimos anteriormente: «Porque para vosotros es la promesa [como creyente], y para vuestros hijos [tu descendencia] y para todos los que están lejos [los gentiles]» (Hch 2:39).

Así pues, los hijos de los creyentes deben ser bautizados y considerados miembros de la comunidad de la alianza, la iglesia (por ejemplo, Ef 1:1; 6:1); Jesús dijo: «porque de los tales [los niños] es el reino de Dios» (Lc 18:15-16). Pablo nos enseña que, al igual que en el caso de Abraham, el creyente de la Antigua Alianza, toda la familia de un creyente de la Nueva Alianza está consagrada por el pacto («santo») al Señor (1Co 7:14).[3] Por lo tanto, cuando Lidia se convirtió en creyente, no sólo fue bautizada ella, sino también «su familia» (Hch 16:14-15), al igual que «la familia de Estéfanas» (1Co 1:16).[4]

El modo del bautismo refleja su significado teológico

La discusión anterior ha ilustrado cómo el significado del bautismo cristiano se corresponde con el de la circuncisión de la Antigua Alianza. El bautismo es, para los creyentes y sus familias, un signo de la comunión de pacto con Dios como su pueblo (distinguido del mundo), un testimonio divino objetivo del hecho de que los pecadores necesitan limpieza de la contaminación y sólo pueden ser justificados por la fe en la promesa y obra de gracia de Dios. El modo bíblico del bautismo —aspersión o derramamiento—[5] se ajusta simbólicamente a este mensaje.

En el Antiguo Testamento, Dios prefiguró la obra redentora de Cristo mediante diversos ritos que implicaban la aspersión de sangre. Así, Hebreos 9:10 habla de ciertos ritos ceremoniales relacionados con el tabernáculo de la Antigua Alianza, como rociar con sangre de toros (v. 13; cf. Nm 19:17-18), rociar con sangre el libro y el pueblo (v. 19; cf. Ex 24:6, 8) y rociar con sangre los tabernáculos y sus utensilios (v. 21; cf. Lv 8:19; 16:14). Y Hebreos 9:10 llama a estas regulaciones externas que anticipaban la obra redentora del Salvador «diversas abluciones [bautismos] impuestas hasta el tiempo de reformar las cosas».

El Nuevo Pacto habla de nuestra salvación como ser «rociados con la sangre de Jesucristo» (1P 1:2; cf. Heb 12:24). Y esta obra redentora se alinea con nuestro bautismo cristiano: «acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura» (Heb 10:22).

Además, en las Escrituras de la Antigua Alianza Dios prometió la venida del Espíritu Santo regenerador en términos de derramamiento y aspersión: «Derramaré Mi Espíritu sobre toda carne» (Jl 2:28-29). «Esparciré sobre vosotros agua limpia… Os daré corazón nuevo… pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos» (Ez 36:25-28).

En consecuencia, el Nuevo Testamento habla de nuestra salvación en términos de «derramamiento» del Espíritu Santo: «exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís» (Hch 2:33; cf. 10,44-45; 11,15-16). Y este acto redentor es llamado claramente bautismo por Jesús: «Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días.» (Hch 1:5; cf. Mt 3,11; Hch 11,16; 1Co 12,13).

El bautismo por aspersión o derramamiento, entonces, apunta al pacto de Dios en el que los pecadores indefensos y contaminados son limpiados por la sangre redentora de Jesucristo y renovados por el derramamiento del Espíritu Santo. En armonía con lo que hemos visto anteriormente, el bautismo es un testimonio de la salvación por iniciativa y promesa de Dios, anticipada en la Antigua Alianza y realizada mediante la obra del Nuevo Pacto de Jesucristo y el Espíritu Santo.

Eficacia de los sacramentos

Los bautistas adoptan una visión minimalista y subjetiva del bautismo y la Cena del Señor, considerándolos meras «ordenanzas» (no «sacramentos») que no son más que un memorial de la obra de Cristo, un testimonio de la verdad evangélica y un signo visible de la fe (subjetiva) de una persona en ella. Por el contrario, la Palabra de Dios presenta los sacramentos como verdaderos «medios de gracia» que, a través de la obra eficaz del Espíritu Santo, transmiten una bendición a los receptores creyentes, es decir, aquellos que guardan el pacto de Dios. Obsérvese cómo habla Pablo del sacramento: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo?» (1Co 10:160). El sacramento realmente hace algo en este caso bendiciendo a los que guardan la alianza; pero Pablo también se dio cuenta de que el sacramento conlleva la correspondiente amenaza de maldición para los partícipes indignos (1Co 11:29).

Lejos de ser superfluos, pues, los sacramentos pretenden transmitir una bendición distinta más allá de la que proporciona la Palabra sola. Además de ser un signo del pacto de gracia, también funcionan como un sello confirmatorio del mismo. Nótese lo que dice Pablo: «Y [Abraham] recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la fe que tuvo estando aún incircunciso» (Ro 4:11).

El sacramento confirma o autentifica («sella») lo que señala («significa»). Es la garantía que Dios nos da de que los pecadores son aceptables para Él por medio de la fe en su promesa, paralelamente al juramento que Dios añadió a su palabra de promesa a Abraham (cf. Heb 6:13-19). Por supuesto, esta seguridad sólo se ofrece a quienes guardan realmente la alianza de Dios por la fe.

En el otro extremo de las concepciones bautistas, se encuentran las visiones maximalistas de los sacramentos. El catolicismo romano considera que los sacramentos son necesarios, no simplemente por precepto de Dios y como portadores de la bendición distintiva de sellar la promesa de Dios, sino como los medios mismos de la salvación. Se considera que los elementos de los sacramentos son inherentemente eficaces en virtud de que la iglesia es la depositaria y dispensadora de la gracia de Dios. Así, el bautismo actúa automáticamente para lavar los pecados anteriores y traerá la salvación a su destinatario (siempre que éste no esté «bloqueado por el pecado mortal»). El luteranismo dice que, cuando se aplican correctamente, los sacramentos son en sí mismos eficaces para aquellos que son susceptibles a su bendición: esta susceptibilidad equivale a la fe en los adultos, pero a la simple no resistencia en los niños. En consecuencia, el bautismo regenera automáticamente a los niños.

Muy al contrario de estas ideas, la Palabra de Dios nos enseña que la gracia salvífica significada por los sacramentos existe antes de ellos y no es producida por ellos. Es decir, el beneficio salvífico de los sacramentos está disponible aparte de ellos, por lo que no son necesarios para la salvación. Además, la eficacia de los sacramentos reside en la presencia y la obra del Espíritu Santo (no en la iglesia o en los elementos o en su correcta administración). Es a través de su agencia divina y discriminatoria que los sacramentos realizan su trabajo (ya sea bendiciendo o maldiciendo). En consecuencia, no bendicen a los receptores indignos.

Cuando Pedro habla de que el bautismo nos salva, inmediatamente explica: «no quitando las inmundicias de la carne [suciedad superficial externa], sino como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios por la resurrección de Jesucristo» (1P 3:21). Sin una buena conciencia a través de la obra salvadora de Cristo, el rito externo no aporta ninguna bendición salvadora.

El sacramento trae bendición (en lugar de maldición) cuando una condición espiritual interna coincide con el simbolismo del acto externo. Como dijo Pablo: «ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino… la circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra; la alabanza del cual no viene de los hombres, sino de Dios» (Ro 2:28-29).

Conclusión: El testimonio y la seguridad del bautismo

Dada la comprensión del significado bíblico y el propósito del bautismo, podemos sacar algunas conclusiones significativas, cosas que deberían venir a la mente en la celebración del bautismo (ya sea el nuestro o el de otros).

1. El bautismo pronuncia un llamado evangelizador. Al igual que la circuncisión, atestigua que todos nacemos en pecado y, como tales, somos impuros e inaceptables a los ojos de Dios. El bautismo también señala la misericordia de Dios que lava a los pecadores de su contaminación y los hace amablemente aceptables para Él a través de la aspersión de la sangre de Cristo y la efusión regeneradora del Espíritu Santo. Nuestra única esperanza está en la bondadosa promesa de redención de Dios, recibida por la fe. Así que el bautismo convoca a los incrédulos a confiar en el Salvador.

2. El bautismo pronuncia un llamado santificador. Aquellos que son bautizados necesitan demostrar que son guardadores del pacto, aquellos que tienen fe viva en el Salvador y buscan servirle con sus vidas. Al igual que con la circuncisión, esto se aplica tanto a los adultos como a los niños. El bautismo transmite bendiciones sólo a los fieles, dondequiera y cuandoquiera que se administre. No debe considerarse como un rito mágico para manipular a Dios. Sólo trae bendición salvadora cuando el que recibe el bautismo responde a la demanda de Dios sobre su vida con fe y obediencia.

3. El bautismo es un llamado a la fidelidad al pacto. Si eres creyente, ¿se han bautizado tú y tus hijos? Los signos de la alianza de Dios no son opcionales, como si estuvieran sujetos a nuestro propio significado o valor imaginario. Despreciar esas señales es en sí mismo despreciar la misma alianza de Dios (cf. Gn 17:10, 14; Ex 4:24-26; Jn 6:53; Lc 22:20; 1Co 10:16; 11:27). Es necesario que tú y tu familia afirmen y disfruten el privilegio de estar en una relación de pacto con Dios a través del bautismo. Él es el Señor de tu familia y reclama a tus hijos como suyos. Tú también necesitas vivir en cada área de tu vida (familia, vocación, finanzas, educación, relaciones sociales, recreaciones, arte, política, etc.) como alguien que está bajo la marca del pacto de Dios y, por lo tanto, responsable de obedecer al Señor en cada punto. Nuestras vidas son completamente suyas.

4. El bautismo comunica poderosamente consuelo a los fieles. Tanto si se bautiza a un converso adulto como a un niño indefenso, el rito del bautismo ofrece la seguridad (ya sea en el momento de la administración o más tarde) de que Dios es un Dios que perdona y que, de hecho, se mostrará fiel a sus promesas con aquellos que guarden su alianza. En el bautismo no sólo hay un refuerzo visual del mensaje evangélico, sino, lo que es más importante, una obra interior confirmadora (selladora) del Espíritu Santo que fortalece nuestros corazones ante la presencia condenatoria del pecado, autentificando la promesa indefectible de salvación de nuestro Señor del pacto. Por tanto, es realmente un medio de gracia para nosotros.


[1] El bautismo en agua no es más que el signo externo del bautismo en el espíritu. Es, por supuesto, la realidad interna de la obra del Espíritu (no su símbolo externo del agua) lo que efectúa la regeneración y la unión con Cristo de que se habla en este pasaje (sepultado, resucitado y vivificado «juntamente con Él») —cf. Romanos 8:9; Efesios 3:16-17; 1 Juan 4:13.

[2] Algunos podrían objetar que, si bien Dios aplicó a sabiendas una señal de la Antigua Alianza a los incrédulos (como Ismael o Esaú), esto sería inapropiado en la Nueva Alianza. Dicen que las señales del Nuevo Pacto son sólo para aquellos que tenemos razones para pensar que son creyentes (por su profesión de fe). Tal razonamiento es bien intencionado, pero, sin embargo, no es bíblico. Dios el Hijo aplicó a sabiendas una señal incluso del Nuevo Pacto al «hijo de perdición» incrédulo, Judas Iscariote (Lc 21:20-21; Mt 26:23-29).

[3] A veces se considera un argumento contra el bautismo de niños que las premisas que lo sustentan llevarían a bautizar también a los cónyuges de los creyentes. De 1 Corintios 7:14 vemos que tal inferencia es, de hecho, bastante bíblica. Un cónyuge no creyente de un creyente debe, a menos que se resista, someterse al bautismo ya que él/ella está «apartado» por el pacto al estar en la casa del creyente.

[4] En estos casos, decir que los miembros de las familias se bautizaban sobre la base de una profesión personal de fe es leer algo que no están en el texto. Bíblica y estrictamente hablando, los individuos eran bautizados en virtud de estar en el hogar. La creencia de los miembros del hogar no queda implícita en la Biblia (cf. Hch 10:2, 44:48; 11:14; 16:31-34).

[5] Contrariamente a una afirmación errónea pero frecuente, la palabra griega «baptizo» no significa necesariamente (y a veces no puede significar) sumergir. Véase la Septuaginta (traducción griega) de Levítico 14:6, 51; Josué 3:13, 15; Rut 2:14; Daniel 4:33. Véase también el Nuevo Testamento en Lucas 11:38; Marcos 7:3-5. Es muy improbable que hubiera suficiente agua sobrante (no potable) dentro de la ciudad de Jerusalén para sumergir a tres mil personas en un día (cf. Hch 2:41). El uso de la palabra griega traducida «en» en relatos de bautismo como Hechos 8:38-39 no puede probar la inmersión (la palabra puede traducirse legítimamente «a», «hacia»), a menos que pruebe que tanto el eunuco como Felipe fueron sumergidos, ¡ya que «ambos descendieron al agua»! Que el bautismo simboliza ser sepultado y resucitado con Cristo (Ro 6:4) no requiere una imagen visual para el modo de bautismo: inmersión en el agua y surgimiento de ella; después de todo, Jesús mismo no fue sepultado en una tumba excavada en la tierra, sino en un estante en una cueva. Además, la «imagen» inmersionista no tiene en cuenta también nuestro ser «crucificados con Él» —que es igualmente parte del pasaje (v. 6).

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Originalmente publicado en este enlace.