Autor: John Owen.

Traductor: Martín Bobadilla.

El primer y principal deber de un pastor es apacentar el rebaño mediante la predicación diligente de la Palabra. Es una promesa relacionada con el nuevo testamento (pacto), que Dios daría a su iglesia «pastores según su corazón, que los apacienten con ciencia e inteligencia» (Jer 3:15). Esto es mediante la enseñanza o la predicación de la Palabra, y no de otra manera. Este apacentamiento es la esencia del oficio de pastor, en cuanto a su ejercicio; de modo que el que no apacienta, o no puede, o no quiere apacentar el rebaño, no es pastor, cualquiera que sea el llamamiento externo o el trabajo que pueda tener en la iglesia. El cuidado de predicar el evangelio fue encomendado a Pedro, y en él a todos los verdaderos pastores de la iglesia, bajo el nombre de «apacentar» (Jn 21:15-17). De acuerdo con el ejemplo de los apóstoles, deben liberarse de toda carga, para entregarse enteramente a la palabra y a la oración (Hch 6:1-4). Su trabajo es «trabajar en la palabra y la enseñanza» (1Ti 5:17); y, por lo tanto, «apacentar el rebaño en que el Espíritu Santo los ha puesto por obispos» (Hch 20:28); y esto es lo que se les encomienda en todas partes.

Este trabajo y deber, por lo tanto, como se dijo, es esencial para el oficio de pastor. Un hombre es pastor para aquellos a quienes alimenta mediante la enseñanza pastoral, y para nadie más; y el que no alimenta así no es pastor. Tampoco se requiere solamente que predique de vez en cuando en su tiempo libre, sino que deje a un lado todos los demás empleos, aunque sean lícitos, todos los demás deberes en la iglesia, en cuanto a una asistencia tan constante a ellos que lo distraería de esta obra que se dedique a ella, al grado que esté en estas cosas trabajando al máximo de su capacidad. Sin esto, nadie podrá dar una buena cuenta del oficio pastoral en el último día.

Incumbe [a los pastores] preservar la verdad o doctrina del evangelio recibida y profesada en la iglesia, y defenderla contra toda oposición. Este es un fin principal del ministerio, un medio principal para la preservación de la fe que ha sido una vez dada a los santos. Esto se encomienda de manera especial a los pastores de las iglesias, como el apóstol repite frecuente y enfáticamente el encargo de ello a Timoteo, y en él a todos aquellos a quienes se encomienda la dispensación de la Palabra (1Ti 1:3-4, 4:6-7, 16, 6:20; 2Ti 1:14, 2:25, 3:14-17). Lo mismo encarga a los ancianos de la iglesia de Éfeso (Hch 20:28-31). Lo que dice de sí mismo que «el glorioso evangelio del Dios bendito le fue encomendado» (1Ti 1:11) es verdad para todos los pastores de iglesias, según su medida y llamamiento; y todos ellos deberían aspirar a la cuenta que él da de su ministerio aquí: «He peleado la buena batalla, he acabado mi carrera, he guardado la fe» (2Ti 4:7). La iglesia es «columna y baluarte de la verdad», y lo es principalmente en su ministerio. Y el descuido pecaminoso de este deber es la causa de la mayoría de las herejías y errores perniciosos que han infestado y arruinado a la iglesia. Aquellos cuyo deber era preservar íntegra la doctrina del evangelio en la profesión pública de ella, muchos de ellos han «hablado cosas perversas, para arrastrar tras sí a los discípulos». Obispos, presbíteros, maestros públicos, han sido los cabecillas de las herejías. Por lo tanto, este deber, especialmente en este tiempo, cuando las verdades fundamentales del evangelio son impugnadas por todas partes y por toda clase de adversarios, debe ser atendido de manera especial.

Para ello se requieren varias cosas como:

(1) Un conocimiento claro, sólido y completo de toda la doctrina del Evangelio, alcanzado por todos los medios útiles y comúnmente prescritos para ese fin, especialmente por el estudio diligente de las Escrituras, con ferviente oración por iluminación y entendimiento. Los hombres no pueden conservar para otros lo que ellos mismos ignoran. La verdad puede perderse tanto por debilidad como por maldad. Y el defecto aquí, en muchos, es deplorable.

(2) Amor a la verdad que han aprendido y comprendido. A menos que consideremos la verdad como una perla, como aquello que se valora a cualquier precio, que se compra a cualquier precio, como aquello que es mejor que todo el mundo, no nos esforzaremos por preservarla con la diligencia que se requiere. Algunos están dispuestos a desprenderse de la verdad a un precio fácil, o a volverse indiferentes a ella; de lo cual tenemos multitud de ejemplos en los días en que vivimos. Sería fácil dar ejemplos de varias verdades evangélicas importantes, por las que nuestros antepasados en la fe contendieron con todo fervor, y estuvieron dispuestos a sellar con su sangre, y que ahora son totalmente ignoradas y combatidas por algunos que pretenden sucederlos en su profesión. Si los ministros no tienen un sentido de ese poder de la verdad en sus propias almas, y un gusto de su bondad, no se puede esperar de ellos el cumplimiento de este deber.

(3) Un concienzudo cuidado y temor de apoyar o alentar opiniones nuevas, especialmente aquellas que se oponen a cualquier verdad de cuyo poder y eficacia se ha tenido experiencia entre los creyentes. La vana curiosidad, la audacia en las conjeturas y la prontitud para dar rienda suelta a sus propias ideas han causado no pocos problemas y daños a la iglesia.

(4) El aprendizaje y la habilidad de la mente para discernir y refutar las oposiciones de los adversarios de la verdad, y así taparles la boca y convencer a los que contradicen.

(5) La confirmación sólida de las verdades más importantes del evangelio, y en las cuales se resuelven todas las demás, en su enseñanza y ministerio. Los hombres a menudo pueden perjudicar, y de hecho traicionan la verdad, por la debilidad de sus súplicas a favor de ella.

(6) Una vigilancia diligente sobre sus propios rebaños contra la astucia de los seductores externos, o el surgimiento de cualquier raíz de error entre ellos.

(7) Una ayuda concurrente con los ancianos y mensajeros de otras iglesias con las que están en comunión, en la declaración de la fe que todos profesan …

Es evidente que el aprendizaje, el trabajo, el estudio, los esfuerzos, la habilidad y el ejercicio de las facultades racionales, son normalmente requeridos para el correcto desempeño de estos deberes; y donde los hombres pueden ser útiles a la iglesia en otras cosas, pero son defectuosos en estas, les corresponde caminar y actuar con circunspección y humildad, con frecuencia deseando y adhiriéndose a los consejos de aquellos a quienes Dios ha confiado con más talentos y mayores habilidades.

(John Owen, Obras, vol. 16, pp. 74-75, 81-83).

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