Autor: J. Mark Beach
Traductor: Juan Flavio De Sousa
En la concepción de Martín Lutero y Juan Calvino, la predicación es parte de la obra redentora de Dios, un acontecimiento redentor en sí mismo, de acuerdo con la voluntad e iniciativa divinas. Además, la predicación es la oportunidad para la actividad redentora de Dios debido a que el Espíritu Santo, por este medio, comunica a Cristo y todos sus beneficios a los creyentes. En un plano meramente externo, la predicación es poco más que una herramienta o instrumento para comunicar la Palabra inspirada; en otro plano, el interno, la predicación constituye la voz de Cristo, el discurso divino y la presencia divina.
Sin duda, Calvino es más claro que Lutero al exponer para nosotros no solo que esto sea así, sino cómo se lleva a cabo. Calvino acentúa fuertemente el papel del Espíritu al tratar de explicar la presencia de lo divino en la actividad totalmente humana de la predicación. Lo que no debemos pasar por alto, sin embargo, es que, para Calvino, e igualmente para Lutero, Cristo está verdaderamente presente en la proclamación humana. El Espíritu obra en, con y a través de la predicación humana de tal manera que Cristo está verdaderamente presente en la predicación del Evangelio. Calvino en la explicación de la presencia divina en la predicación humana solo se limita a concluir que es misteriosa, incomprensible y espiritual. Pero esto no minimiza su realidad. Tal vez podamos establecer una analogía entre la doctrina de Calvino sobre la presencia real en el sacramento de la Cena del Señor y su idea de la presencia de Cristo en la predicación del Evangelio. Para Calvino, Cristo no está menos presente en el sacramento porque esté espiritualmente presente. En otras palabras, el hecho de que Cristo no esté presente en el sacramento a través del milagro de la transubstanciación o consubstanciación no significa que los creyentes no comulguen con Él o no participen de su cuerpo y sangre. Lo mismo ocurre con la predicación del Evangelio: Cristo está audiblemente presente en el sermón a través del Espíritu Santo. La voz de Cristo se oye en la predicación del Evangelio, aunque no porque aparezca visiblemente en la carne y pronuncie las palabras pronunciadas. La presencia espiritual de Cristo en la predicación es, por tanto, una presencia real, no una especie de engaño o ficción.
T. H. L. Parker observa que donde prevalece una concepción zwingliana de la Cena del Señor —que no permite una doctrina de la presencia real— prevalece una concepción similar de la predicación. Es decir, en el modelo zwingliano o no sacramental, si bien la predicación se considera una exposición de la Palabra inspirada que Dios puede utilizar para dar fruto en la vida de los creyentes, en última instancia es sólo información. Según esta concepción, los sermones no tienen calidad sacramental. Los sermones no son transmisores de lo divino. De hecho, los sermones no son, en ningún sentido, actividad divina. Incluso cuando los sermones son totalmente fieles a la Escritura como exposiciones humanas, no pueden ser la Palabra de Dios. El sermón, con sus muchas palabras, es como un trozo de conducto espiritual por el que fluyen «momentos» de la Palabra inspirada por el Espíritu (la Escritura). De este modo, la predicación humana puede transmitir «el mensaje de Dios», siempre que enseñe las palabras de la Escritura. En resumen, los sermones imparten información de la Biblia, pero no imparten ni comunican a Cristo mismo ni los beneficios que le pertenecen.
Esta concepción de la predicación, en contra de la visión de Lutero y Calvino, caracteriza a la mayoría de las iglesias reformadas y evangélicas de Norteamérica en la actualidad, y encaja con el zwinglianismo que a menudo reina también en estas mismas iglesias sobre la doctrina de la Cena del Señor. Debemos entender que incluso la doctrina zwingliana de la Cena del Señor no posee ninguna cualidad sacramental. En consecuencia, allí donde predomina una concepción zwingliana de la predicación, no puede hablarse con fundamento de la presencia y la actividad de Cristo en la proclamación humana del Evangelio.
La concepción zwingliana de la predicación, al menos en lo que se refiere a la cuestión de la presencia real de Cristo, divide y separa artificialmente a Cristo de su Palabra. Si los sermones bíblicos, por ejemplo, transmiten el mensaje del Evangelio, ¿cómo es que el sermón no puede ser la Palabra de Dios para los destinatarios de esa Palabra? ¿Podemos separar legítimamente la Palabra encarnada e inspirada, de la Palabra predicada?
Observamos que Lutero y Calvino no llamaron a la predicación la voz de Dios o la voz de Cristo como una forma de hipérbole teológica, como si estuvieran tratando de engrandecer la predicación con una importancia artificial. Por el contrario, ambos se esforzaron por captar el significado sacramental de la predicación. Creían que solo Dios rescata a los pecadores; solo Dios convoca a los pecadores; solo Dios comunica a los pecadores —arrepentidos y no arrepentidos— la Palabra de bendición para vida o de maldición para muerte; solo Dios es Salvador y Juez. Y Dios realiza su obra redentora por medio de su Palabra predicada.
Una vez más, aunque es cierto que Cristo no está visiblemente presente en la predicación del Evangelio y no vocaliza las palabras del sermón a través de su propio cuerpo resucitado, no obstante, su presencia es cierta y real. Es visiblemente intangible, pero tan real como los sonidos del sermón en nuestros oídos. Por supuesto, sin la fe, la predicación es nula; pero por la fe, tenemos oídos para oír y ojos para ver. ¿Y qué escuchamos? ¿No es la voz de Cristo? ¿Qué vemos? ¿No es el ministerio de nuestro Señor resucitado? Si Cristo obra por medio de su Espíritu, ¿acaso la obra no es suya? Si Cristo está presente en la predicación del Evangelio a través de su Espíritu, ¿no está presente no obstante? Una presencia espiritual de Cristo en la proclamación del Evangelio no hace que su presencia sea menos real o de segunda categoría. Por el contrario, la naturaleza sacramental de la predicación es una afirmación de que lo divino está presente en lo humano, de que Cristo en su gloria trascendente es de algún modo inmanente, de que Dios está de nuevo con nosotros, de que las palabras humanas son recibidas como discurso divino.
Esto no significa que Dios renuncie a sus atributos incomunicables; tampoco significa que se desprenda de su naturaleza divina como «totalmente otro», perpetuamente distinto de sus criaturas. Lo divino no puede identificarse con lo humano. En el mejor de los casos —como en la encarnación— lo divino y lo humano forman una unión en la predicación, sin confusión ni difuminación de límites, y sin transferencia de propiedades distintivas de Dios al hombre. Al mismo tiempo, lo divino y lo humano en la predicación son inseparables. Esta analogía con las distinciones cristológicas se utiliza con cautela, pero tales distinciones nos ayudan a conceptualizar lo que se afirma y lo que se niega al sostener la presencia real de Cristo en la predicación. Al afirmar que la predicación es Palabra de Dios, no se afirma que el predicador humano sea Dios o semejante a Dios, ni siquiera en el momento del sermón. La predicación humana sigue siendo humana. Pero Dios se complace en unirse a nuestras palabras, asumirlas como suyas, de modo que la Palabra predicada transmite el mensaje de Dios. En consecuencia, los destinatarios de la predicación bíblica escuchan la voz humana del predicador, pero reciben por la fe, a través del Espíritu, la Palabra de Dios para sus vidas. Dios habla.
Para apreciar plenamente el poder de la afirmación de Lutero y de Calvino sobre la predicación de que Dios es el que habla, necesitamos despojarnos de ciertos conceptos erróneos y falsas presuposiciones que nos hacen aplicar mal la distinción entre la divinidad de Dios y nuestra humanidad. Por supuesto, no hay que minimizar la diferencia que existe entre la criatura y el Creador. De hecho, esa diferencia es precisamente lo que hace necesaria la predicación. Como Calvino señala repetidamente, de no ser porque Dios se adapta a nosotros a través de vasijas humanas, no seríamos capaces de soportar su Palabra en nuestros oídos. Nosotros, como criaturas, somos demasiado frágiles para contemplar su majestad y demasiado frágiles para ser enseñados por su voz atronadora. Por tanto, nos equivocaríamos si intentáramos «cortar» el carácter humano de la Escritura para obtener su carácter divino. Semejante esfuerzo denota una noción errónea de Dios y de su creación. Dios en su divinidad puede actuar en, con y a través de sus criaturas humanas sin comprometer el carácter divino de la acción. Así pues, la proverbial distinción entre núcleo y cáscara que se aplica de vez en cuando a la Escritura es errónea, y en muchos aspectos ese tipo de distinción se aplica equivocadamente a la predicación de la Palabra de Dios.
Es sencillamente erróneo pensar que el discurso divino no puede transmitirse por medio de palabras humanas o que la presencia de un elemento humano o terrenal destruye la pureza de lo divino. Si es así, tanto la inspiración como la encarnación se hacen imposibles, y los sacramentos se convierten en meros símbolos desprovistos de promesas certificadas. La Cena del Señor, en particular, se convierte en un ejercicio humano de «contemplación», verdadera y meramente conmemorativa. También es erróneo buscar lo divino al margen de los medios que Dios mismo ha elegido, incluso si el medio concreto que ha elegido es la palabra humana. Gustaf Wingren dijo: «Tal esfuerzo implica que Dios puede ser encontrado y captado más allá de la esfera humana mientras que, como dice Lutero, el verdadero Dios vive en la paja del pesebre. De bocas humanas se oyen la voz y los tonos de Dios, ‘no la voz que habla desde lo alto del cielo, sino la que desciende en medio de los hombres’». Por eso la predicación tiene un carácter sacramental. Dios se complace en obrar una gracia interior a través de la palabra exterior, o dicho de otro modo: Dios se complace en obrar una gracia invisible a través de la palabra audible. Es decir, mediante el ministerio interno del Espíritu Santo, la palabra audible produce fruto. Este fruto incluye, particularmente para Calvino, nada menos que la impartición de Cristo mismo.
J. Mark Beach sirve como Profesor de Estudios Ministeriales y Doctrinales en el Mid-America Reformed Seminary.
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Originalmente publicado en este enlace.