Autor: J. Mark Beach
Traductor: Juan Flavio De Sousa
La cuestión crucial que nos ocupa es si la predicación puede ser la Palabra de Dios. La percepción moderna de la predicación tiende a responder negativamente a esta pregunta. Especialmente en la mente del feligrés común, las afirmaciones de Lutero y Calvino sobre la predicación pueden parecer presuntuosas, tal vez incluso peligrosas. La razón de esta valoración o reacción puede deberse a la clase de predicación que muchos feligreses escuchan semana tras semana. ¿Cómo se compagina la realidad de la experiencia cotidiana con las grandes afirmaciones que Lutero y Calvino hacen sobre la predicación? Los sermones que muchos de nosotros escuchamos no nos «atrapan» como discurso divino. A veces —quizá a menudo— los sermones que escuchamos nos parecen aburridos y sin interés o superficiales y tontos. A causa de estas predicaciones, los feligreses no se sienten desafiados a vivir su fe ni instruidos en el camino de esta. Si esa es la experiencia que los feligreses han tenido con la predicación, ¿no diferirá significativamente su evaluación acerca del valor y la importancia de la predicación de la evaluación hecha por Lutero y por Calvino? Los sermones serán vistos como instancias inútiles, porque los sermones que escuchan los dejan intactos, ilesos y sin sanar. Como resultado, la gran afirmación de Lutero y Calvino de que la predicación es la Palabra de Dios parece absurda, sino simplemente ridícula.
Otros feligreses, sin embargo, tienen una experiencia diferente con la predicación. Aprecian e incluso valoran los sermones de su pastor. Están dispuestos a decir que se sienten bendecidos por la predicación que escuchan semana tras semana. Estos feligreses dan testimonio de que los sermones son reveladores y estimulantes. Escuchan el sermón y salen enriquecidos, informados, animados e incluso cambiados. Los sermones son una parte importante de su crecimiento espiritual y su bienestar. Sin embargo, incluso para las personas con esta valoración de la predicación, la afirmación de que la predicación es la Palabra de Dios les puede parecer un poco exagerada.
Las siguientes preguntas comunes se vienen a la mente: ¿No es solo la Biblia la Palabra de Dios? Además, si nos tomamos en serio esta afirmación sobre la predicación, de que los sermones son la Palabra de Dios, ¿no deberían escribirse, redactarse y añadirse al Canon? Es más, si la predicación es la Palabra de Dios, ¿no implica esto la infalibilidad del predicador? Y en consonancia con ello, ¿no crea la interrelación construida una asociación peligrosa entre Dios que habla y el ser humano que predica? ¿No es tal relación exagerada y presuntuosa? Y esto, con respecto al predicador, ¿no abrirá el camino a la demagogia y la megalomanía? ¿No se considerará el predicador demasiado importante, indispensable e incluso infalible, después de todo, sus palabras son la Palabra de Dios? También a este respecto, pero en otro orden de cosas, ¿cómo distinguir este punto de vista de la posición de Karl Barth, que tiende a denigrar el carácter divino de la Sagrada Escritura y a considerar la revelación divina como un acto intermitente?
Estas preguntas, que tiene su mérito, deben ser atendidas.
En primer lugar, la gran importancia de la predicación expuesta por Lutero y Calvino no significa que el sermón bíblico sea la Palabra de Dios en el mismo sentido en que la Escritura es la Palabra de Dios. No están diciendo que los predicadores estén inspirados divinamente de la misma manera que los autores humanos de la Biblia. No todo lo que dicen los predicadores en los sermones bíblicos son las propias palabras de Dios; sus sermones no han sido inspirados por Dios. No, la predicación es la Palabra de Dios en un sentido derivado. Es una administración de la Palabra. Pero seguramente no es inconcebible escuchar la voz de Cristo a través de la administración de la Palabra de Cristo, ¿verdad? Dios nos ha dado su Palabra escrita para que podamos tener su Palabra predicada. Y cuando esa Palabra se predica correctamente (fielmente), se escucha la Palabra de Dios, no simplemente las palabras del reverendo Fulano de Tal. Por supuesto, cuando el predicador lo hace, sus palabras no son inspiradas verbalmente; su mensaje no es infalible ni inerrante. De hecho, el mensaje del predicador puede tener una serie de errores, defectos y otras deficiencias. Sin embargo, eso no significa que la voz de Cristo no llegue o que Cristo no exhorte a su pueblo en ese sermón o lo instruya o lo consuele.
En segundo lugar, el agente que está detrás del poder y la eficacia del sermón es el Espíritu Santo. Dios ha elegido la predicación como medio de gracia porque consigue lo que la lectura personal de la Biblia a menudo no logra: aplicar la Palabra a circunstancias específicas y concretas. Además, la predicación fiel desglosa la Palabra y la clarifica. El atributo de la claridad o transparencia de la Escritura no significa que todas las partes de la Biblia sean claras y fáciles de entender. De ahí la gran necesidad de la predicación. Cuando una predicación fiel desglosa un texto que antes era oscuro o incomprendido, ¿vamos a decir que no hemos oído la voz de Cristo? ¿No hemos oído por fin la voz de Cristo: su Palabra escrita explicada y aplicada?
En tercer lugar, llamar a la predicación la voz de Cristo no significa que la Palabra de Dios inscrita esté incompleta o que Cristo esté añadiendo nuevos capítulos a la Biblia a través del sermón dominical. La Palabra de Dios inscrita está completa. Todo lo que necesitamos saber para nuestra salvación nos ha sido dado. Sin embargo, aunque la revelación de Dios es completa, la administración de ese mensaje escrito en la Biblia no es completa. Por eso Cristo instituyó la predicación. Así, la explicación y aplicación de la revelación escrita de Dios, la Biblia, es continua. Cristo se ocupa, a través de la predicación, de llevar su Palabra de forma concreta a un pueblo concreto, en un lugar concreto, en un momento concreto para su salvación y santificación. Cristo es el agente que construye su Iglesia, ¡no nosotros! Si Cristo construye la Iglesia, ¿entonces por medio de la voz de quién se construye la Iglesia? Seguramente, como nos muestra Romanos 10, es por la voz de Cristo mismo. «¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído?» (v. 14b). Este versículo nos muestra que escuchar es lógicamente previo a creer. Pero también debemos observar qué tipo de audición se requiere. La frase clave de este versículo suele traducirse erróneamente «de quien» (N. del T. la RV60 tiene: «de quien»). El uso gramatical normal, sin embargo, requiere que esta frase se traduzca «a quien» (hou) y así indica al hablante más que al mensaje. «En otras palabras», dice John Stott, «[los receptores del evangelio] no creerán a Cristo hasta que le hayan oído hablar a través de sus mensajeros o embajadores».
En cuarto lugar, debemos admitir que algunos predicadores han utilizado y comprendido mal las implicaciones de esta gran teología de la predicación y, en consecuencia, se han vuelto egoístas e inflados de prepotencia. Algunos individuos sin escrúpulos han sucumbido al tipo de tentación descrita anteriormente. Cuando esto sucede, los predicadores llegan a considerarse prácticamente infalibles. En sus mentes, su predicación de la Palabra de Dios desde el púlpito no debe ser discutida o cuestionada en ninguna medida, solo obedecida. Tal error, sin embargo, implica una confusión de la propia persona y oficio, y niega la distinción necesaria entre la administración de la Palabra de Dios y la Palabra de Dios como inspirada y escriturada. Aunque no es necesario detallar aquí todos los abusos cometidos en nombre de una elevada teología de la predicación, tampoco es necesario que consideremos tales abusos como inevitables. De hecho, la elevada concepción de la predicación de Lutero y Calvino impulsa a los predicadores en una dirección diferente. Puesto que Dios es el agente y los seres humanos son los instrumentos, los predicadores deben abordar la tarea de predicar con humildad, incluso con temor, y con una aguda comprensión de su deber de usar la revelación escrita de Dios con responsabilidad y sabiduría. Las palabras del predicador deben ser fieles y estar en consonancia con la Palabra de Dios registrada en las Escrituras. Por eso Lutero insistió en que solo Cristo debía ser predicado: Cristo como Salvador, la Palabra definitiva de Dios al mundo. Eric W. Gritsch está en lo cierto al afirmar que «nada es más importante para Lutero que la proclamación fiel de la Palabra de Dios, aunque solo unos pocos —o incluso un solo individuo— la proclame». La centralidad de la predicación de la Palabra es expresada de manera similar por Calvino. La predicación es un acontecimiento redentor. Calvino insiste en que solo la doctrina del Evangelio puede ser proclamada; nada de invención humana o de fantasía personal califica como predicación. La predicación fiel no compite con la Biblia, sino que le sirve. Administra la Biblia. Precisamente porque hace eso, califica como la voz de Cristo.
En quinto lugar, debemos considerar las alternativas al punto de vista de Lutero y Calvino y a dónde nos llevan esas alternativas. ¿Qué debemos concluir acerca de la predicación si la voz de Cristo no se escucha en la proclamación del Evangelio, sino solo la voz del reverendo Fulano de Tal? Si la predicación es exclusivamente un esfuerzo humano, no una actividad divina, ¿merece la pena dedicarle tiempo? Si el sermón no es más que el sermón del pastor, ¿cómo podría producir bendición en la iglesia? Si Cristo no está presente en la proclamación del Evangelio, ¿no es la predicación por esa razón un ejercicio inútil, una inevitable corrupción o disminución de la Palabra, una empresa totalmente humana y falible? Así pues, ¿no se convierte la predicación en un obstáculo para la propia Palabra de Dios, en algo totalmente innecesario, puesto que sitúa a una persona —el predicador— entre el texto de la Biblia y los oyentes o lectores de ese texto?
Debemos tener cuidado de no pasar por alto el apasionado razonamiento que Lutero y Calvino ofrecen cada uno en apoyo de sus respectivos énfasis sobre la presencia real de Cristo en la predicación del Evangelio. Sin duda, como empresa humana, es difícil salvaguardar la predicación del error y de numerosas carencias. Los peligros son abundantes: exégesis errónea, mala aplicación, fantasía alegórica, moralismo barato, incapacidad de ofrecer algo más que una lectura superficial del texto, error teológico y falsa enseñanza. Estos peligros y errores son demasiado comunes. Algunos de ellos, como el error teológico y la falsa enseñanza, hacen que la predicación sea vana e inválida. La predicación errónea no es predicación. Sin embargo, no todos estos defectos —al menos no automáticamente— socavan la predicación por completo. Los sermones, con sus defectos, aún pueden calificar como el discurso de Dios o ser tomados como el instrumento de Dios para efectuar su poderoso propósito salvador y santificador.
Si la concepción que afirma la presencia de Cristo y la Palabra de Dios en la predicación humana parece presuntuosa, consideremos la alternativa, es decir, que la predicación es solo hablar acerca de Dios. Gustaf Wingren argumenta que «tal desliz, una vez hecho, altera gradualmente la imagen de Dios, de modo que se convierte en el distante Dios deísta que está alejado de la palabra predicada y del que solo se habla como se habla de alguien que está ausente». Si la predicación no es más que un comentario bíblico sobre Dios, ¿por qué tanto escándalo por el oficio eclesiástico y el encargo divino? De hecho, en una sociedad alfabetizada, ¿para qué molestarse con la proclamación verbal? ¿No bastaría con folletos y boletines, tratados y meditaciones impresas? Además, ¿por qué considerar la predicación —como la mayoría de los cristianos reformados están dispuestos a hacer— un medio de gracia? Si la predicación cristiana es un mero discurso humano sobre Dios, entonces va camino del desguace homilético, porque ¿qué distingue este discurso humano sobre Dios de otros discursos humanos sobre Dios, y qué explica su carácter autoritativo? Cuando se niega la presencia de Cristo en la predicación del Evangelio, la predicación está desfigurada y desgarrada. En última instancia, se trata de algo inofensivo, un esfuerzo sin esperanza, un esfuerzo humano que, como la mayoría de los esfuerzos humanos, es débil e incierto. La predicación —sin Cristo— cae en una especie de justicia por obras.
En la predicación (la verdadera predicación), sin embargo, no estamos tratando simplemente con un hombre que se para en un púlpito el domingo durante unos treinta minutos y ofrece sus opiniones (aunque eso es lo que ocurre en la falsa predicación). No, estamos tratando con la Palabra de Dios, la Biblia, administrada. Por lo tanto, se trata de Cristo. Dios ha elegido, en la locura de la predicación, a través de agentes humanos falibles y defectuosos, abrir el Reino de los cielos a los creyentes y cerrárselo a los incrédulos. La predicación es, en efecto, un medio de gracia, es decir, el canal o vehículo a través del cual Dios se complace en efectuar su gracia en la vida de su pueblo.
En sexto lugar, la doctrina de Lutero y Calvino sobre la presencia real de Cristo en la predicación del Evangelio también debe distinguirse del punto de vista de Karl Barth. La diferencia entre Lutero y Calvino frente a Barth realmente recae en la doctrina de la Escritura. Para Barth, la Biblia es un «testimonio humano» del evento de la revelación en Jesucristo, en este caso, el testimonio humano de los apóstoles. Como testimonio humano está sujeto a todas las fragilidades de nuestra humanidad. Por lo tanto, es falible y propenso al error, pero conserva su singularidad y primacía como testimonio de los apóstoles. Para Barth, la revelación y el texto de la Escritura no son como tales la misma cosa. Esto se debe a que la revelación divina es algo que está más allá de la Escritura, aunque la Escritura, debido a su apostolicidad, es la ocasión de la revelación divina, especialmente cuando se predica. La revelación es un acontecimiento del Verbo —la vida y obra encarnadas de Cristo—, mientras que la Escritura y la predicación atestiguan y proclaman ese acontecimiento.
La doctrina de Barth sobre la Escritura es clara y significativamente diferente de la doctrina que defienden Lutero y Calvino, en la que la Escritura es considerada como el discurso de Dios y, por tanto, debe ser venerada como si descendiera directamente del cielo. Dada la visión de Barth de la Escritura como un testimonio humano (falible) de la revelación, ¿cómo sirve la predicación como una «forma» de la Palabra de Dios basada en este testimonio humano previo? Para Lutero y Calvino, la predicación se basa en una revelación divina previa y permanente: la Escritura. Sin embargo, en el esquema de Barth, la libertad de Dios se manifiesta más claramente al hacer del testimonio humano la ocasión para la revelación divina. El predicador nunca controla la Palabra de Dios. El sermón, por tanto, nunca es la Palabra de Dios por sí misma. La revelación es siempre dinámica, nunca estática, siempre es un acontecimiento, un suceso, y esto por iniciativa privilegiada de Dios, nunca plasmada y condensada como en un libro sagrado. El sermón se convierte en Palabra de Dios cuando a Dios le place que sea el cauce para ello. Así, es a través del testimonio humano y falible de la predicación como Dios elige cuándo, dónde y cómo revelarse según su propia y soberana misericordia. En ese momento, según Barth, este «testimonio humano se convierte en la Palabra de Dios para nosotros y en ese momento es la Palabra de Dios para nosotros». En la teología de Barth, la predicación y la Escritura están realmente compuestas de la misma materia: ambas son testigos humanos falibles del acontecimiento de la revelación en Jesucristo y se convierten en Palabra de Dios según la prerrogativa y el impulso divinos. La predicación, como la Escritura, «no es en sí misma más que un intento humano de expresar con palabras humanas lo que el predicador ha oído en el testimonio apostólico y de transmitir a sus oyentes la promesa de la revelación, la reconciliación y el llamado de Dios… el sermón está bajo la promesa del propio Dios de que usará palabras humanas para revelarse a sí mismo. Y entonces encontramos la misma solución: su autorrevelación tiene lugar dónde y cuándo le plazca a Dios hablar a través de estas palabras humanas. En ese momento, el sermón es la Palabra de Dios para el oyente».
En la medida en que Barth reconoce la libertad de Dios para actuar sobre los destinatarios de la predicación y bendecirlos a través del sermón, su punto de vista no difiere de manera significativa del de Lutero y Calvino. Barth no desea ver a Dios sometido a los ministros. Dios es libre de actuar o no. Del mismo modo, tanto Lutero como Calvino defienden el papel vital del Espíritu Santo que actúa en el predicador y en los oyentes para hacer efectiva la Palabra divina que se predica. En consecuencia, niegan que la predicación imparta una bendición ex opere operato (por la operación externa realizada, o mecánicamente). Sin embargo, para Lutero y Calvino, un sermón bíblico es la Palabra de Dios, tanto si el Espíritu Santo decide hacerla eficaz para la salvación como si no. Por lo tanto, afirman con más fuerza la probabilidad de una acción divina de gracia siempre que se predique fielmente la Escritura. Además, para Lutero y Calvino, el sermón que el Espíritu utiliza para efectuar la bendición se deriva de la Escritura, y de ese modo, es una extensión de la Palabra de Dios escrita; se deriva de una revelación de Dios previa y permanente. Al explicar y aplicar fielmente la Palabra a las circunstancias contemporáneas, la predicación es la Palabra de Dios, de una manera derivada, en el presente.
Barth, por el contrario, deja a los destinatarios de la predicación en la incertidumbre de si Dios se pronunciará de domingo a domingo en la predicación del Evangelio. ¿Decidirá Dios ahora hacer que el sermón, e incluso la Escritura para tal efecto, se convierta en la Palabra de Dios para nosotros en esta hora? ¿Se convertirá este testimonio humano, quizá con el imprevisto de un tropiezo, en revelación? Klaas Runia sostiene que el Nuevo Testamento no conoce «la distinción barthiana de ‘identidad indirecta’ que debe convertirse en ‘identidad directa’ dónde y cuándo le plazca a Dios». Runia se alinea con Lutero y Calvino cuando escribe, en oposición a la opinión de Barth, que la autorrevelación de Dios en Jesucristo «se encuentra en la predicación y los escritos de los apóstoles». Es decir, la Escritura es la Palabra de Dios, no un mero testimonio de un acontecimiento revelador anterior o la ocasión de un acontecimiento revelador contemporáneo. La Escritura es discurso divino. Dios habla. Y esto significa que cuando la Escritura se proclama fielmente, el sermón es Dios hablando a su Iglesia hoy. Así pues, Barth está en lo cierto al reconocer el poder revelador de la predicación y su potencial para la acción y la bendición divinas, pero interpreta erróneamente el acontecimiento de la predicación debido a su comprensión equivocada del carácter revelador directo de la Escritura como Palabra de Dios.
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A nuestro juicio, la Iglesia protestante actual se siente incómoda con la noción de la presencia real de Cristo en la predicación del Evangelio. La idea de que Cristo habla en, con y a través del sermón —que la predicación exhibe un carácter sacramental— asusta a muchos creyentes. ¿Podría deberse esto a que la Iglesia protestante actual ha capitulado ante una concepción diferente de la predicación?
Aunque muchos creyentes están más que preparados para afirmar la naturaleza exaltada de la Escritura como Palabra inspirada de Dios, y con razón, fallan en tomar en cuenta el propio testimonio de la Escritura sobre la necesidad de la predicación. La Escritura, como revelación divina, sitúa enfáticamente la proclamación pública del Evangelio por encima de la lectura privada de la Biblia. La lectura de las Escrituras tiene ciertamente su lugar, y a veces el Espíritu Santo se complace en utilizarla como único medio para llevar a una persona a la conversión. De hecho, la razón de la decepción de los feligreses con algunos sermones tiene su origen en el fracaso del predicador a la hora de exponer y aplicar el texto de un modo superior a la capacidad de los propios feligreses. En otras palabras, el predicador no hizo más de lo que un feligrés podría haber hecho reflexionando sobre el texto sin el sermón del pastor. En cualquier caso, las Escrituras enseñan que la predicación del Evangelio ocupa un lugar más prominente y necesario en el ministerio de la Iglesia que la lectura personal de la Biblia. La predicación posee una prioridad, un rango superior de importancia.
La prioridad de la predicación radica en el poder de la predicación. La predicación es poderosa porque se dirige a nuestras circunstancias actuales como la voz viviente de Cristo, como la Palabra de Dios a través del Espíritu Santo. La utilidad de las Escrituras para enseñar, reprender, corregir e instruir en la justicia está directamente ligada a su proclamación: el apóstol ordena a Timoteo que predique la Palabra (ver 2Tim. 3:16; 4:2). La predicación, como predicación de la Palabra de Dios, posee una contemporaneidad que permite a los destinatarios de la Palabra escuchar, ver y comprender realmente esa Palabra en relación con las circunstancias actuales. En otras palabras, a través de la predicación de la Palabra de Dios, la Palabra de Dios es realmente escuchada y comprendida: se amonestan los pecados, se refutan los errores, se exponen los conceptos erróneos y las tendencias equivocadas, se rebaten las ideas falsas y se atienden las preguntas inmediatas. La Buena Nueva se aplica a nuestras circunstancias contemporáneas. La predicación lo hace de forma concreta y específica. El mensaje es recibido. Por esta razón, la predicación, en lugar de ser una disminución de la Palabra, es una intensificación de la Palabra. El Espíritu Santo actúa, Cristo está presente, su voz se hace escuchar. Así pues, la predicación fiel no compite con la Escritura como Palabra de Dios, sino que sirve a la Escritura como Palabra de Dios. Ministra la Palabra, y qué arma tan poderosa en manos de Dios, un arma que nos mata. Pero al hacerlo, también nos salva.
Como declaran Lutero y Calvino, la Escritura debe seguir siendo siempre la regla permanente para la predicación; de este modo, descubrimos la promesa permanente de la presencia de Cristo en la predicación del Evangelio.
J. Mark Beach es profesor de Estudios Ministeriales y Doctrinales en el Mid-America Reformed Seminary.
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